domingo, 25 de noviembre de 2018

Sagaseta

Hemos comido en un restaurante recién abierto de la calle de Bernardas. Salvo por el nombre y una niña que lloraba sin consuelo ni tregua, nos ha gustado: tendremos que volver. Copas luego en la calle de Madre de Dios, en un sitio penumbroso, de aire cándidamente pasado de moda; don Juan no lo conocía; tal vez le recuerde tiempos mejores, porque lleva un rato sin meter baza en la conversación. De pronto dice:
—En la primera legislatura de la democracia la actividad del Congreso de los Diputados acabó siendo muy interesante y, vista desde hoy, sumamente instructiva.
Del corro brotan sonrisas y murmullos entre comprensivos e indulgentes: cosas de don Juan, pensarán.
Cosas de don Juan, en efecto, pienso entre mí yo también. A menudo don Juan echa mano a la historia no por lo que pueda tener de erudición, menos todavía por exhibicionismo pedante; don Juan recurre a la historia como magistra vitæ, que decían los antiguos: para extraer de ella alguna luz que ilumine el presente y constatar —unas veces con melancolía, otras con satisfacción— que las flaquezas y virtudes humanas son en la actualidad las mismas que en el Paleolítico.
—¿Qué pasó en la primera legislatura de la democracia, don Juan?
—Muchas cosas que quizá no venga mal recordar.
—Empiece.
—Ahora se habla constantemente de que el bipartidismo ha desaparecido para siempre y que hemos de acostumbrarnos a la pluralidad, a los gobiernos en minoría, a los pactos y coaliciones. Será verdad. Pero en el Congreso de 2018 hay siete grupos parlamentarios; en el de la primera legislatura había diez. El grupo mixto —el cajón de sastre donde van a parar los diputados que no hallan acomodo en otro sitio— cobija en 2018 a diecinueve diputados; el de la primera legislatura llegó a contar treinta y tres. Había allí gentes conspicuas y diversas: Juan María Bandrés, Heribert Barrera, Francisco Fernández Ordóñez, Modesto Fraile —aquel que, según el chiste de Forges, pretendía ascender a Importante Obispo—, Francisco Letamendía, Telesforo Monzón, Ramón Tamames —que empezó por entonces el camino hacia la derechización y la irrelevancia—, o Blas Piñar y Fernando Sagaseta…
De la letanía de don Juan nos suenan algunos nombres; otros —y probablemente hablaríamos de ellos largo y tendido en su momento— yacen sepultados bajo la losa del olvido.
—¿Nos va a contar la vida y milagros de cada uno, don Juan? —pregunta aprensivo el despistado.
—Más adelante, quizá —responde don Juan tranquilizador—. Por ahora confórmese con los dos últimos.
—A Blas Piñar lo conocemos —interviene el conservador.
—Unos más que otros —puntualiza el rojo con algo de ironía.
—Unos más que otros, claro —el conservador no se achica—. Todos, sin embargo, sabemos que era un franquista recalcitrante, acaso más franquista que el propio Franco, con ribetes fascistas, impulsivo, fundador de un partido extremista y violento… En la Europa de nuestros días hubiera hecho buenas migas con Le Pen, Salvini, Orbán, o sea, con gente poco recomendable, lo reconozco. Ahora bien, nadie podrá negarle ni coherencia ni dotes oratorias.
—Llamas coherencia a lo que nos es más que obcecación, y dotes oratorias a la palabrería ampulosa, enfática, mentirosa y, al cabo, inane.
Don Juan atiende complacido; pero alguien, temiendo que la disputa se haga interminable, cambia de tema:
—¿Sagaseta quién fue, don Juan?
—Fernando Sagaseta Cabrera era un abogado nacido en Las Palmas que padeció la cárcel durante el franquismo, militó en el PCE, fundó la Unión del Pueblo Canario, anduvo en el PCPE, en Izquierda Unida… y, a pesar de tantos vaivenes y cambios, nunca se apartó del marxismo-leninismo ortodoxo ni del nacionalismo canario. Fue famosa su oratoria contundente, inflamada y viva.
—Es decir, igual que Blas Piñar, pero en las antípodas —resume uno.
—Los extremos se tocan —remacha otro.
—Aunque Sagaseta, exaltado en las formas y algo naíf si trataba del imperialismo yanqui o de la crisis final del capitalismo, decía muchas cosas sensatas acerca, por ejemplo, del problema del agua y la sobrepoblación de Canarias; y distinguía bien entre liberación de los pueblos e independencia. Mientras que Blas Piñar…
El despistado ruega:
—¿A qué viene esta matraca? ¿Sacaremos algo en claro? Podríamos hablar de la actualidad
—De eso hablamos —tranquiliza don Juan—. Algunos incidentes de la semana pasada en el Congreso, broncos, torpes, tabernarios, me han recordado aquellos tiempos en que era posible discutir sin salirse de madre. Si uno compara a Sagaseta con Rufián o con Hernando, dan ganas de sumarse a los viejos que pontifican sobre la decadencia de la humanidad en general, o a los cultos que lamentan el descrédito de las humanidades, haya las que haya. ¡Adónde iremos a parar!

domingo, 18 de noviembre de 2018

Otra vez las Calatravas

En la televisión las selecciones de Inglaterra y Croacia disputan un partido cuyo resultado, creo entender, le importa también a la selección de España: misterios del fútbol. Con entusiasmo variable, la mayoría de los amigos y parroquianos del bar mira la tele; muchos se exaltan, se abaten o se remansan alternativamente sin otra solución de continuidad que los tragos distraídos, maquinales, que toman de cuando en cuando; apenas hablan, pero gruñen, suspiran, rezan, bufan, gritan, gesticulan; en el descanso aprovechan para ir al váter y rellenar las copas. Un amigo, olvidado provisionalmente del fútbol, se dirige a don Juan:
—Estará usted contento: los de Almagro Sí Puede le han hecho caso.
—¿En qué?
—En lo de las Calatravas. Han sacado una nota pidiendo que se paralice la venta hasta aclarar la titularidad del edificio.
—La he visto. No es un prodigio de argumentación.
—Me sorprende usted. ¿Le incomoda que nos lean?
—A nosotros nos lee muy poca gente, y menos aún es la que nos toma en serio. Hacen bien; no somos nadie: meros ciudadanos particulares que los domingos se juntan a tomar copas.
—La vanidad…
—La vanidad —me mira—, si la quiere, para el escribiente.
—Con todo y con eso, le parecerá bien que salgan a la luz las dudas sobre la propiedad del monasterio.
—Claro. Es el punto esencial: los podemistas, ahí, atinan; en lo demás, resbalan. Ellos, tan seguros de sí, tan convencidos de la propia suficiencia, se desentienden a menudo de ser rigurosos.
—Les profesa escasa simpatía.
—A algunos, no solo simpatía: cariño y admiración. Pero la nota de prensa decepciona bastante.
—Muéstrelo.
—Dejando aparte algunas inexactitudes históricas y el sintagma emblemático edificio, merecedor de cárcel o cuantiosa multa, por lo que atañe a la nota del viernes resulta asombroso ver cómo disparatan —para regocijo del obispado, probablemente— respecto al Real Decreto-Ley del 9 de agosto de 1926, relativo al Tesoro artístico arqueológico nacional, y al Decreto de 3 de junio de 1931, el cual, entre otros numerosísimos edificios, declara Monumento Histórico-Artístico perteneciente al Tesoro Artístico Nacional el Convento de la Asunción de Calatrava, en Almagro. Por mucho que se empeñen los podemistas, ninguna de las dos normas expropia o nacionaliza nada, simplemente pone limitaciones —sensatas y razonables— a la propiedad. Es más: el artículo 10 del Real Decreto-Ley de 1926 dice nítidamente que los edificios o sus ruinas declarados pertenecientes al Tesoro Artístico Nacional propiedad o en poder de particulares podrán ser libremente enajenados sin traba ni limitación alguna y sin necesidad de dar conocimiento al Estado, aunque, claro está, el adquiriente queda obligado a conservarlos con arreglo a las prescripciones de este Decreto-Ley y a poner el hecho de la adquisición en conocimiento del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes. Y más todavía: los artículos 15 y 16 del mismo Real Decreto-Ley dejan abierta la posibilidad de conceder la custodia y conservación de monumentos pertenecientes al Tesoro Artístico Nacional a aquellas corporaciones, entidades o particulares que, ofreciendo las necesarias garantías, lo soliciten. No es preciso seguir.
—Y ¿qué más da, don Juan? Importa la intención.
—Importan la intención y la manera de concretarla. La intención de los podemistas es buena; la argumentación que la apoya, pésima.
—¿Por qué?
—Porque lo errado de los argumentos quizá desacredite la propuesta y distraiga del fondo del asunto.
—¿Que es…?
—Saber qué títulos de propiedad adujo el obispado para que el registrador inscribiera a su nombre el monasterio. Los podemistas, la prensa, las instituciones preocupadas por la conservación del patrimonio, el alcalde, el Ministerio de Hacienda, que era el dueño y lo cedió en 1903 —el domingo pasado vimos las condiciones deberían batallar porque se hagan públicos. Que se pare o no se pare la venta —no habrá puñetazos para comprarlo— puede esperar.
—¿Qué títulos serán?
—Lo ignoramos. Inmatricularlo basándose en el artículo 6º del Convenio-Ley de 1860 es difícil: tendría que aparecer expresamente en la relación por triplicado de bienes excluidos de la desamortización que se les pidió a los obispos en su momento, pero se antoja improbable que el de Ciudad Real —que no se interesó por las Calatravas hasta 1902— lo incluyera. Más difícil es alegar, como se ha hecho en tantos sitios, que el obispado lo ha poseído desde tiempo inmemorial, porque sabemos fehacientemente que no se le cedió hasta principios de 1903, o sea, ayer tarde: además de la Real Orden de 17 de febrero de 1903, todavía queda en casas almagreñas un curioso librito que lo corrobora: Restablecimiento de los dominicos en la ciudad de Almagro e inauguración de su iglesia en los días 2, 3, 4 y 5 de febrero de 1905.
—¿Entonces?
—Quizá lo compraran en algún momento. Ya veremos. Por lo pronto, para mitigar la tristeza del fútbol, tomémonos otra copa.

domingo, 11 de noviembre de 2018

Las Calatravas

Esta mañana nos hemos acercado al convento de los dominicos.
—Todavía hay almagreños que lo llaman las Calatravas. No andan descaminados.
—¿Por qué?
—Porque monasterio de calatravas fue durante dos siglos y medio.
De la construcción, más que lo bello —que conocemos: don Juan no se cansa de alabarla—, conmueve lo vacío: se han ido los frailes, y hasta Dios mismo, aburrido de que nadie le haga caso, parece haber abandonado la iglesia. Un grupo de turistas deambula, fantasmal y disperso, por salas y galerías. Entran en el coro; oyen el eco susurrante de sus voces; sienten el frío de la ausencia; se marchan cabizbajos. Nosotros también salimos sobrecogidos; menos mal que es la hora del vermú: vinos y martinis espantan la tristeza, nos devuelven al presente inmediato y carnal, y a sus exigencias:
—¿Qué va a ser de esto, don Juan?
—No lo sé; nadie lo sabe.
—Hay quien propone que lo compre el ayuntamiento.
—Antes de pensar en la compra habría que formularse —y responder— dos preguntas: ¿para qué lo quiere el ayuntamiento?, ¿para qué lo quiere el obispado?
—Contéstelas.
—La preocupación máxima del ayuntamiento y de los almagreños ha de ser la restauración y conservación del edificio; no cabe conservación sin uso adecuado: ¿qué uso adecuado y realista le daría el ayuntamiento?, ¿con qué dinero lo compraría?, ¿con qué dinero lo mantendría?
—Y ¿el obispado?
—Las propiedades de la iglesia se justifican solo por tres motivos: el culto, el sustento digno de quienes la sirven, y determinados fines sociales como la evangelización, la caridad, la enseñanza, la cultura… Por eso, la propia iglesia se impone restricciones a la hora de comerciar con sus bienes. Sin embargo, en las Calatravas se ha suprimido el culto, se ha dejado a su suerte el monumento y se ha descartado cualquier utilidad social salvo la mera explotación turística. Es decir, el obispado, que no necesita el inmueble, aspira a convertirlo en dinero cuanto antes: quizá no sea un comportamiento muy ejemplar, sobre todo comparándolo con el que han adoptado los dominicos respecto a la huerta.
—¿Debería donarlo?
—Se le agradecería.
El rojo interviene:
—Olvida usted una cuestión previa y decisiva: cómo ha venido la finca a propiedad del obispado.
—Es cierto. Se trata de un asunto que nadie plantea y que acaso debiera plantearse. Pero nosotros somos legos en la materia: ignoramos las vicisitudes históricas y nos perdemos en los laberintos jurídicos. Historiadores y juristas sí podrían alumbrar.
—Algo sabremos…
—Muy poco. Que el monasterio se desamortizó en 1836: en la desamortización de Mendizábal; entonces era de los calatravos; la diócesis de Ciudad Real ni siquiera existía. Que no se consiguió vender en las subastas que hubo a continuación. Que, si bien el Concordato de 1851 devolvió a la iglesia las propiedades desamortizadas y no vendidas, el obispado de Ciudad Real —previsto en el Concordato, pero creado en 1875 y con obispo desde 1876— no lo reclamó. Tampoco lo reclamó, obviamente, cuando el Convenio-Ley de 1860 permitió a la iglesia reservarse los edificios destinados al culto, a residencia de los eclesiásticos y al uso y esparcimiento de los obispos. Que solo en 1902, apalabrada con los dominicos la ocupación, el obispo solicita al Ministerio de Hacienda que se lo entregue, aunque —Dios lo habrá perdonado, porque la intención era buena— echándole dos mentirijillas sin importancia: que lo restauraría —en realidad lo iban a restaurar los dominicos— y que lo usaría para su propio esparcimiento —que sepamos, ningún obispo de Ciudad Real se ha esparcido nunca por aquí—. Que el ministro accedió a la pretensión del obispo en febrero de 1903 considerando, entre otras cosas, que de pasar este edificio al poder del prelado no perdería su carácter histórico y artístico pues que no podría aquel —o sea, el obispo— proceder en ningún tiempo a su enajenación sin previa autorización del Gobierno. Y que, acto seguido, el obispo se apresuró a autorizar a los RR. PP. dominicos de la provincia Bética para que lo ocuparan indefinidamente.
—¿Entonces?
—Entonces queda claro que el obispado, históricamente, ha mostrado nulo interés por el monasterio, y el que muestra ahora es solo crematístico: de ahí que una vez evacuado por los dominicos se haya aprestado a venderlo.
—Me refería a la propiedad...
—¿La propiedad? Somos gente de orden; confiamos ciegamente en la iglesia, los notarios, los registradores. Ahora bien... hemos leído —sin formar opinión: no estamos capacitados— que la inmatriculación a nombre de los obispos de los predios desamortizados en 1836 y recuperados por la iglesia en virtud del Concordato de 1851 y del Convenio-Ley de 1860 presenta dificultades.
—¡Inmatriculación! Ya salió la palabreja.
—Los obispos la han puesto de moda. Para evitar suspicacias de los santotomases quisquillosos y malpensados, convendría despejar toda duda.


domingo, 4 de noviembre de 2018

Hemeroteca

Estos días del otoño que ya huelen a invierno —fríos, lluviosos, insólitamente nivosos— son propicios para encerrarse en casa y emplear el tiempo en tareas prescindibles que uno llevaba meses postergando. Con frecuencia, tareas melancólicas cuyo efecto inmediato es revestirnos de tristeza: la conciencia punzante del tiempo que ha pasado —los días luminosos en que fuimos felices—, del tiempo que nos queda —breve y raudo como el atardecer—.
—¿Ha ido usted al cementerio, don Juan?
—Todos los años voy: sin tristeza ninguna.
—¿Ha hecho testamento?
—Lo tengo desde antes de enviudar.
—¿Entonces?
—He estado buscando el primer poema de Manolita Espinosa.
—¿Por qué?
—Mera curiosidad: este verano leí en algún sitio que se lo había publicado el Lanza en 1968.
—¿Lo ha encontrado?
—Sí: el 13 de junio. La versión del Lanza presenta ligeras variantes, que más parecen erratas o errores, respecto a la versión definitiva, bien conocida, de la que hemos hablado aquí dos o tres veces.
—Y ¿eso es tristeza, don Juan? ¡Eso es filología! —anima el rojo, que se da al Macallan sin remordimiento ni aprensión.
—En la misma página publicaban otro poema de Espinosa; no lo había visto nunca; me parece enigmático.
—Más filología.
—Y, de Angelita Rodero, uno muy bueno dedicado a Sagrario Torres. Las dos llevan muertas largo tiempo.
—Eran bastante más viejas que usted.
—Ya puesto, he ojeado todos los números del año.
—El Lanza del 68 no sería el colmo de la diversión: ¿quizás por eso la melancolía?
—Quizá. Y porque he recordado muchas cosas y me he enterado de otras que desconocía.
—Cuente.
—Limitándonos a Almagro, es decir, olvidando los acontecimientos mundiales que todos saben, se aprecia que algo empezaba a cambiar o, mejor, que cambios empezados unos años antes comenzaban a hacerse visibles.
—Ponga ejemplos.

—Solo algunos. De la feria en adelante: el 24 de agosto alguien escribe engoladamente una sarta de tópicos sobre las calles de Almagro… que a no pocos aún les parecerán bonitos; en la feria hubo toros con lleno a rebosar —Palomo Linares, Diego Puerta, Calatraveño—, pero el 30 y el 31 de agosto actuaron Los Goliardos en el Corral de Comedias. El 3 de noviembre, Utrera Molina —¿se acuerdan? El suegro de Gallardón— pronunció una conferencia en Sevilla sobre las provincias en las que había estado de gobernador; de esta de ustedes dijo abundantes y ampulosas tonterías sin sustancia… que a no pocos aún les parecerán bonitas. El 3 de diciembre el ministro de Información y Turismo —¿se acuerdan? Manuel Fraga; entonces era todavía Fraga Iribarne— impuso la medalla de bronce al mérito turístico al alcalde de Almagro. Unos días antes, el director general de Empresas y Actividades Turísticas había inaugurado la oficina de turismo. Dos o tres semanas después, el director general de Promoción Turística volvió a inaugurar —eran adictos— la oficina de turismo con ocasión de reunirse en Almagro el pleno de la Comunidad Turística de la Mancha; hubo asistencia profusa de autoridades, discursos altisonantes e inundación de agua bendita; el cronista no ahorra elogios: la oficina ha sido concebida, tanto en su arquitectura como en su decoración, respetando el más puro y típico estilo manchego. Todas las piezas de que consta están perfectamente armonizadas, con muebles, cuadros, detalles de la más bella artesanía y arte. Y el 22 de diciembre —¡plaga de inauguraciones!— se inauguró el Club Juventud; también hubo misas, un par de frailes —no durarían siglos—, autoridades, representación del Juman Club —consiliario a la cabeza—, teatro, música, conferencia… y «animado baile». ¿No es para ponerse melancólicos?