domingo, 14 de octubre de 2018

"Bonito... Todo me parece bonito..."

Hoy, cumpleaños de don Juan —setenta y nueve—, hemos comido a su costa en Navaltizón. No hablamos del paso inexorable del tiempo, materia lóbrega e impropia de celebraciones —memento mori—, sino de otra ligera y achampañada: cierta consulta de El País cuyo resultado establece la clasificación de los pueblos más bonitos de España. Almagro es el trigésimo de la lista: con desigual entusiasmo numerosos almagreños han replicado la noticia en las redes sociales. Don Juan no ha prestado interés; alguien se lo reclama:
—¿Qué le parece?
—Me parece bien que la gente gane dinero.
—¿Quién gana dinero aquí?
El País en primer lugar, que ya ha logrado notable difusión y espera aumentar las ganancias cuando los pueblos de la lista, individualmente o en comandita, le vayan subvencionando reportajes.
—Si quieren.
—Querrán. Los suplementos de viajes en los periódicos —y los programas equivalentes de las radios— tienen en realidad un fin publicitario más o menos encubierto: quien aparece  ha contribuido directa o indirectamente, pero con dinero, a que el invento sobreviva.
—Las reglas del mercado —justifica el conservador.
—Por supuesto: legítimas y provechosas.
—Se burla usted…
—Yo no tengo nada contra las reglas del mercado, porque —siempre que existan efectivamente y se hagan respetar— son uno de los pilares de la sociedad libre, democrática y equitativa en que aspiro a vivir.
—No se escabulla, don Juan: cuéntenos qué opina de los pueblos bonitos.
—El sintagma es digno de estudio.
—Empiece.
—El adjetivo bonito, diminutivo de bueno, en lo que respecta al castellano de España ha ido remplazando progresivamente a lindo hasta arrinconarlo en el chiribitil de las palabras moribundas. Durante el proceso lo que ha ganado en extensión lo ha perdido en profundidad, de modo que actualmente es una palabra ómnibus que, según quien la use, vale lo mismo para un vestido de primera comunión que para la Alhambra.
—Hay muchas palabras así: que abarcan mucho y aprietan poco.
—La imprecisión de bonito se hace especialmente peligrosa.
—¿Por qué?
—Porque, armada de pereza, derriba toda jerarquía: si bajo la etiqueta de bonito caben El matrimonio Arnolfini y la foto de boda de Eugenia de York, el primero se pone a la altura trivial de la segunda.
—¿Qué es lo bonito exactamente? —pregunta el despistado.
—Debido a la amplitud semántica, definirlo con rigurosa exactitud es muy difícil. No obstante, unos cuantos rasgos acaso nos acerquen a ella.
—¿Cuáles?
—Dos al menos. Hace tiempo que bonito dejó de estar relacionado con la bondad para relacionarse solo con la belleza. La belleza es un territorio inmenso que se extiende de lo sublime a lo cursi; pues bien, todo lo bello —hasta lo sublime y lo cursi— puede ser calificado de bonito siempre que no resulte conflictivo ni su detección precise aprendizaje.
—Por favor…
—Un ejemplo: ciñéndonos a la poesía y evitando berenjenales como el de la calidad, es evidente que el Romancero gitano —siquiera en una lectura superficial— y un poema de Sastre aceptan el calificativo; las Soledades no, Poeta en Nueva York tampoco. ¿Por qué? Porque las Soledades y Poeta en Nueva York requieren del lector esfuerzo y entrenamiento, y lo interrogan y lo desasosiegan y lo retan y lo sacan de la seguridad de los caminos trillados.
—O sea, que cualquier patán se halla capacitado para apreciar lo bonito…
—Si usted lo dice… Por mi parte solo afirmo que lo bonito es cómodo y fácil: se percibe sin esfuerzo y nunca pone en cuestión nuestros presupuestos estéticos.
—Y de quien usa a menudo la palabra bonito ¿qué nos cuenta?
—Que se trata de alguien que no conoce otra o de alguien que no quiere meterse en líos. Es decir, alguien que encaja bien con un determinado tipo de turista muy abundante en los últimos años: pide arte y cultura, aunque en dosis homeopáticas.
—Los turistas de hoy buscan exotismo y experiencias.
—Y ¿dónde los van a encontrar mejores y más próximos que en los pueblos, esos sitios extraños donde vivieron nuestros abuelos como ahora viven en el Tercer Mundo? Por eso, si a lo exótico y auténtico del pueblo le añaden ustedes una belleza obvia, tierna, dulce y banal, brota el cóctel perfecto, el sintagma perfecto: pueblo bonito. Y los pueblos bonitos abundan en España y están por ahí cerca esperándonos con los brazos abiertos: vamos en un rato y nos volvemos tan campantes, satisfechos de nosotros mismos.
—Lo dicho, entonces: que a usted no le gusta eso de Almagro, uno de los pueblos más bonitos de España.
—Creo que Almagro es más y debe aspirar a más.
Pecunia non olet, don Juan. Si trae dinero…
—Pues que se agarren al anzuelo los hosteleros y cuantos comen de ordeñar turistas; los demás no tenemos la obligación de comulgar con ruedas de molino.
—Por lo tanto...
—No vendría mal dedicarle al turismo un rato de reflexión.

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