domingo, 2 de septiembre de 2018

Karl Marx Stadt y las madres mercenarias

Cuesta trabajo encontrarle un hilo a la conversación de esta tarde. Entre los ruidosos saludos del regreso, las preguntas por la salud a quienes andaban achacosos cuando dejamos de vernos o por la familia a quienes tienen novedades en las que importe indagar, las reflexiones tópicas sobre el discurrir velocísimo del tiempo, las explicaciones prolijas de sus andanzas estivales que algunos quieren endosarnos venga o no a cuento, etcétera y etcétera, la charla tarda en irse asentando y, aun así, con frecuencia se esturrea en grupillos, se demora y se enreda: no hay pastor avezado ni diestro perro de carea que junte el rebaño y lo traiga al redil de una charla inteligible. Yo, simple taquígrafo, me impaciento y desespero consciente de que no ha de estar a mi alcance ordenar este caos.
—Pierde cuidado —consuela el estoico por lo bajo—: estos días todo el mundo habla de lo mismo y dice las mismas cosas, de modo que los lectores, que habrán experimentado en carne propia charlas de gallinero como esta nuestra, te entenderán y serán misericordiosos.
El consuelo resulta abracadabra: el guirigay se disipa milagrosamente; don Juan, que hablaba para pocos, habla ahora para todos:
—Dicen los gramáticos que los nombres propios no significan nada: meramente señalan a un ser para identificarlo y distinguirlo del resto.
—Y es verdad.
—Ojalá fuera siempre verdad. Pero en demasiados casos a los nombres propios los carga el diablo de connotaciones diversas, acaso altamente inflamables, que revelan propósitos turbios o interesados y que generan controversias difíciles de manejar. Algunas veces a quienes toman un nombre propio en vano les sale el tiro por la culata.
—¿Por ejemplo?
—Chemnitz: una apacible ciudad de Sajonia que entre 1955 y 1990 se llamó Karl Marx Stadt, o sea, Ciudad de Carlos Marx. Quienes le pusieron el nombre lo harían con la voluntad de honrar al dios de su régimen político y la intención diáfana de que durara eternamente. Miren adónde ha venido todo aquello: a un hartazón de xenofobia que vomita en las calles a miles de neonazis —brutos, pero no tontos— en busca de alimañas.
—¿Alimañas?
—Individuos de las razas inferiores e invasoras que ponen en peligro la pureza aria. ¿Qué pensará la enorme cabeza de Marx —¡Proletarios de todos los países…!— en la calle de los Puentes? ¿En echarse al río antes de que la echen?
—Pues otras veces el nombre, propio o común, viene como anillo al dedo —dice el rojo bailando el vaso de Macallan, cuyo celestial tintineo de whisky stones es el himno genuino de la buena vida, de la tolerancia y de la paz.
—¿A qué te refieres?
—A las Madres Mercenarias. En Almagro —lo dice el Google Maps— les han dedicado una calle. El nombre es preciso; el homenaje, merecido; y la ocasión, de plena actualidad.
Da un traguito al whisky; lo saborea; nos mira con ojos risueños; prosigue:
—Coincidiréis conmigo en que es mejor madres mercenarias que vientres de alquiler: lo segundo las cosifica; lo primero las instala de una profesión de ilustres precedentes: Jenofonte o el Cid Campeador, por ejemplo. Coincidiréis igualmente en que haber sacado de un apuro a gentes de tanto brillo como Kim Kardasian, Cristiano Ronaldo, Javier Cámara, Miguel Poveda —y otros, tan rutilantes o más, que no recuerdo— las hace acreedoras de una calle, aunque sea en el ejido del cementerio. Y, además, copan las primeras páginas de los periódicos por no sé qué asunto ocurrido en Ucrania. ¡Almagro siempre en la vanguardia de atinar con el nombre exacto de las cosas y enaltecer a quien lo merece!
Me dan ganas de aplaudir; me contengo. El conservador replica:
—La maternidad es una cosa muy seria.
—Claro: por eso conviene dejarla en manos de especialistas; pasa lo mismo con la guerra: mejor soldados profesionales que de remplazo.
El tímido apunta:
—Es curioso que mientras nos defendemos ferozmente de los invasores vayamos a buscar entre ellos a los niños que no queremos tener.
—Si son defectuosos, los devolvemos hurga el cínico.
Don Juan no lo oye:
—Nuestro tiempo ha pasado. Hay cosas alrededor que no conseguiremos comprender ya nunca.
—¿Las entienden los jóvenes?
—Deberían esforzarse, porque, de no entenderlas, en el pecado llevarán la penitencia. Nuestros padres y nosotros, por escarmentados, fuimos prudentes. Nuestros nietos —¿quizá nuestros hijos?, ¿quizá también algunos viejos desmemoriados?— esquivan la prudencia, y muchos, con la eufórica necedad del adolescente o del beodo, han echado a correr atolondradamente por un camino que lleva a la catástrofe.
—Y los pastores, durmiendo la siesta.
—O animando.
Yo creo que los amigos disparatan: habrán caído malos del síndrome posvacacional ese que dicen, o les habrá subido la atrabilis. ¡Pobrecillos! 

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