domingo, 29 de julio de 2018

Malentendidos

La noche de la luna de sangre fui con don Juan a ver La dama duende. Al pasar por la plaza, además del eclipse y de la gente que lo miraba desde las terrazas de los bares, me pareció ver a García Page.
—¿No puede venir el presidente al teatro?
—Naturalmente: las veces que quiera; pero ¿por qué no acudió a la inauguración? Se está comportando igual que Cospedal.
—No sea usted puntilloso —suaviza don Juan—: tendría otras obligaciones.
—Eso será.
Don Juan es duro de oído. Algunas veces me ha dicho que en las representaciones deberían poner siempre sobretítulos.
—Mejor ajustados que los de La vida es sueño que padecimos en la Antigua Universidad —apunto.
Don Juan está hoy misericordioso:
—Qué más da: todo el mundo se sabe La vida es sueño.
Ignoro a quién se refiere con todo el mundo. Él sí se sabe las obras, porque a pesar de sus deficiencias auditivas las sigue fluidamente. Por eso me extraña una pregunta casi al principio de la representación:
—¿Qué ha dicho Cosme?
Que el bebedor conoce a su enemigo.
—Ah.
Luego en la plaza, copas ya servidas, le pido que me disipe la extrañeza:
—¿Tanto le importaba lo de Cosme?
—Algo. Cosme es un gracioso muy interesante y bien trazado. La métrica de la escena —silva de pareados— también lo es. Así que me chocó que el adaptador cambiara el verso de Calderón —que es traidor quien da paso a su enemigo— por otro de su cosecha.
—Tendrá que ganarse el sueldo.
—Creo que el endecasílabo de Álvaro Tato supera al de Calderón.
—¿Qué hacen los adaptadores, don Juan?
—Un cínico diría que generar derechos de autor en obras de dominio público: dar de comer a los hijos. En realidad, un buen adaptador sirve al director y al público: al primero le facilita un texto que se acomode a sus propósitos; al segundo se lo hace más comprensible.
—O sea, se lo traduce. Tanto criticar a Trapiello y con estos nadie se mete.
—Claro que se meten. Y los hay buenos y malos: Tato es de los buenos.
—Sin embargo, con adaptadores o sin ellos, mucha gente no entiende los textos.
—Cualquier espectador algo entrenado los entiende.
—Pues el otro día, cuando se conmemoraron los trescientos noventa años del Corral, una joven preguntó si los espectadores del XVII entendían las obras.
—¿Y?
—No sea ingenuo, don Juan. La pregunta era confesión y perplejidad: Si yo, que he nacido en esta maravilla del siglo XXI, no entiendo la jerigonza del teatro clásico, ¿cómo iban a entenderla aquellos patanes de hace cuatro siglos?
—Le faltará entrenamiento. Si persevera acostumbrará el oído y entenderá.
Cambio de tema:
—¿Le gustó el acto conmemorativo del Corral?
—Las cosas que organiza el Ateneo suelen ser largas y prolijas, de modo que con demasiada frecuencia se escoran hacia el aburrimiento. De las siete u ocho peroratas que hubo solo dos merecieran la pena.
—¿Cuáles?
—Las de García de León y Diego Peris.
—¿Por qué?
—García de León nos dejó un buen recorrido por la historia del Corral y de Almagro, aunque luego se metiera innecesariamente en un berenjenal de tópicos y ligerezas al resbalarse por el castellano antiguo y lo bien que hablan el español en Iberoamérica: nadie la había llamado para eso. Y Diego Peris, arquitecto que mide y lee las construcciones, se ciñó al Corral en cuanto edificio con una exacta precisión muy de agradecer en aquel pantano de logorrea ampulosa.
—¿Enrique Herrera?
—No me entusiasmó, pero su sermón fue muy instructivo.
—¿En qué quedamos?
—Ya hemos dicho alguna vez que Herrera sería un telepredicador formidable: se exalta y exalta al auditorio con maestría. Ahora bien, el sermón del miércoles resultó un ejemplo excelente de los errores de perspectiva que en ocasiones cometen los superespecialistas.
—Explíquese.
—En el texto que documenta la construcción del Corral aparece la palabra adorno. Quizá por no entenderla, Herrera nos dio una lección —magnífica, pero extemporánea— sobre la arquitectura artística de Almagro a comienzos del XVII. O sea, se trataba de peras y él nos habló de manzanas.
—Adorno es palabra corriente.
—Que, como todas, puede utilizarse dentro de una figura literaria. En el documento que digo, adorno —aparte de integrarse en una fórmula retórica bien sobada— constituye una metonimia: será el mero hecho de tener un corral —y, en consecuencia, poder ofrecer representaciones como Dios manda— lo que adorne a Almagro. Es decir, el Corral no pertenece a la arquitectura exhibicionista de los poderosos —iglesias, palacios, conventos—, sino a la funcional y utilitaria del pueblo llano. El único que cayó en la cuenta fue Diego Peris.

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