domingo, 3 de junio de 2018

Pensamiento eclesiástico

Se cuenta de Unamuno o de Baroja el asombro algo zumbón —y apócrifo, sin duda— ante el nombre de un periódico recién aparecido —muy a finales del siglo XIX— que se llamaba El Pensamiento Navarro y que era —fue hasta la muerte— la voz del carlismo más rancio: “¿Pensamiento y navarro? No puede ser”, dicen que decían. El título que han visto arriba es un oxímoron de idéntica magnitud, pero no se me ocurre otro mejor para resumir la conversación de esta tarde: verán por qué.
Hemos comido en el campo, al pie del castillo de Calatrava la Nueva, en un restaurante medio oculto entre el monte que mira a la Atalaya y al castillo de Salvatierra. Hemos hablado —a ver— de la moción de censura. Hay opiniones múltiples y variadas, como variadas y múltiples son las copas de la sobremesa: los que se atienen al whisky aceptan sin reparos que en las democracias parlamentarias gobierna el que junta más votos en el parlamento, y que en el sistema español la moción de censura constructiva es un procedimiento serio y difícil, pensado para situaciones extraordinarias. La mayoría, adicta el gin tonic, es alegre y volátil, distraída y frívola como las burbujas de la tónica: unos apoyan a Nadal y otros que vaya manera de perder el tiempo hablando de estas cosas, que a ver qué pasará ahora con Cataluña, que si sube la prima de riesgo, que quién pondrá orden en el batiburrillo de perdedores… y que no era para tanto, que los políticos han robado siempre y no van más que a su avío. El cínico, inquebrantable en la fe del Peinado, se apresta a creer en los milagros:
—Si Sánchez ha llegado a presidente del gobierno…
Don Juan observa a contraluz la copa de jerez; toma un sorbo mínimo; echa una pregunta encima de la mesa:
—¿Qué les parce la actitud del Partido Popular?
—Se han enfadado, claro. Ahora que se las prometían felices…
—No solo se han enfadado: piensan que se ha cometido un sacrilegio.
—¿Por qué?
—En las sociedades modernas e ilustradas se acepta que no hay verdades inmutables, ni las de la ciencia siquiera; que existen casi infinitos modos de hacer las cosas bien; que la unanimidad, además de perniciosa, es inverosímil salvo por coacción; y que, conscientes de que todo el mundo tiene los mismos derechos, cabe hallar, mediante la deliberación bienintencionada y el contraste de opiniones, territorios de acuerdo en los que sea posible conciliar la satisfacción de los deseos mayoritarios con el respeto a los discrepantes.
—Y eso ¿qué tiene que ver con el Partido Popular?
—Que el Partido Popular, más que partido, parece iglesia.
—Aclárese.
—Las iglesias —es decir, las organizaciones humanas que acaparan y administran las religiones— suelen compartir un rasgo: creen que su religión es la única verdadera, y que, en consecuencia, extra ecclesiam nulla salus, lo que traducido al delicado castellano de Bilardo significa que al enemigo, ni agua.
—Nosotros, los buenos; ellos, los malos, pues.
—Absolutamente. El Partido Popular ha hecho de una determinada idea de España su religión y se ha erigido a sí mismo en la única iglesia verdadera. De ahí las reacciones destempladas del arcangelical Hernando —y de otros— ante la moción de censura: se indigna contra los demás no porque estén equivocados o sean ineptos, sino por infieles, herejes o apóstatas. El planteamiento, además de pretencioso y ridículo, es primitivo, irracional, totalitario, intransigente, pero cuenta con numerosos parroquianos que intentarán someter de grado o por la fuerza a los réprobos, y que, mientras lo sean, les negarán hasta la misma condición humana: acuérdense del pobre Zapatero.
—Un saco de vicios —masculla el cínico—: acabará en el infierno.
—En el Partido Popular habitan numerosos pecadores: ¿quiere que le dé una lista?
—Ni hace falta ni importa. El Partido Popular, en tanto que iglesia, es sociedad perfecta, inmaculada. Acepta que en su seno algunos —casos aislados— sean pecadores: el Partido no puede serlo, no se mancha con las culpas.
—Los jueces dicen otra cosa.
—¿Acaso son infalibles los jueces? ¡Herejes a quienes los fieles del Supremo enmendarán la plana y los del Poder Judicial expulsarán del paraíso!
La tarde declina; el sol se esconde tras el Mesto.
—Brindemos por Rajoy —propone el cínico.
—¿Por Rajoy?
—Es nuestro semejante, nuestro hermano: alguien que prefiere pasar la tarde con los amigos en lugar de atender las pejigueras del cargo.
—Hombre…
—Y que, papa del Renacimiento, quizá no crea mucho en los dogmas de su iglesia.
—O sepa que, afirmada en pétreos cimientos, portae inferi non prævalebunt adversum eam.
Brindamos. Pienso entre mí que, para considerarlo uno de los nuestros, le faltó haber salido del restaurante como saldremos nosotros enseguida: efusivos, locuaces, reidores, tambaleantes… Nadie es perfecto.

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