domingo, 3 de diciembre de 2017

Y, además, suerte

El 3 de diciembre de 1977 cayó en sábado. ¿Era los sábados cuando salían entonces las revistas de información general? Don Juan no lo recuerda, pero hoy ha repasado los números fechados aquel día por dos que guarda con mucho cariño, completas, encuadernadas, y que —cosas de viejo— hojea de vez en cuando para entretenerse: Triunfo y Cuadernos para el Diálogo.
—Para entretenerme, y para refrescar la memoria y aprender.
—Hombre, la historia se aprende mejor en los libros de historia, digo yo — y lo dice el amigo sin excesiva meditación.
Don Juan lo mira interrogante; el otro se retrae; don Juan precisa:
—Los libros de historia, si son buenos, nos cuentan las cosas como fueron, vistas desde hoy. Usando un lugar común de nuestros días, los buenos historiadores presentan un relato coherente de lo que pasó, bien estructurado a la manera de las buenas novelas, con sus causas y consecuencias; de modo que el lector, de no andar sobre aviso, podría creer que lo sucedido tenía que suceder inexorablemente, obedeciendo a leyes tan estrictas como las de la física.
—¿Y no es así? —pregunta un ingenuo.
—Ignoro si la historia, la vida en general, tiene algún sentido; si lo tiene, se me escapa. Se les escapa igual, obviamente, a quienes están haciendo o padeciendo la historia en el momento de hacerla o padecerla.
—Es usted muy pesimista, don Juan.
—Creo que no. Ahora bien: hay personas a quienes el sinsentido del presente y la incertidumbre del futuro les causan desasosiego; por eso se han inventado las religiones: el marxismo o el cristianismo sí están seguros de que la historia tiene sentido, tanto que a menudo escriben la palabra con mayúscula.
—Los patriotas, lo mismo —amplía alguien con agudeza.
—Claro: las patrias son religiones; es decir, cada patria es un relato perfecto, sin desfallecimientos: la Historia de la Salvación de un pueblo heroico que, conducido por pastores maravillosos, salva incontables peligros, arriba —o ha de arribar— a la Tierra Prometida, y hace realidad lo que era desde el principio de los tiempos un Destino Manifiesto. Antiguamente estas cosas las contaban muy bien los poetas; ahora las cuentan —muy mal— historiadores capciosos, maestros de escuela, políticos balbucientes y otros varios tenderos de mercancías averiadas.
—La gente los cree.
—Ya hemos dicho que las incertidumbres dan miedo: el calor del rebaño y la clarividencia del pastor lo mitigan. Pero el rebaño no sabe adónde va hasta que ha llegado; los pastores, tampoco.
—No exagere usted, don Juan: los seres humanos tienen aspiraciones, expectativas, anhelos; tales sentimientos pueden ser compartidos; de vez en cuando surgen líderes visionarios y seductores capaces de proponer metas al pueblo y de disciplinarlo para encaminarse a ellas.
—Quién lo niega. Por supuesto hay aspiraciones individuales y colectivas, líderes carismáticos, etcétera y etcétera. Lo que no hay son destinos manifiestos ni pueblos elegidos. Quiero decir que las aspiraciones se pueden frustrar o ser descabelladas, y que con demasiada frecuencia vemos líderes atolondrados y tramposos que guían al pueblo por el filo de la navaja o lo arrojan al precipicio. No es preciso traer ejemplos de que unas veces las cosas salen bien —la Transición— y otras mal —la Segunda República—, y no siempre por los aciertos o errores de quienes reman o están al timón. Así que lo mejor que se les puede pedir a los gobernantes es inteligencia, tacto y buena fe; luego, generosidad, sentido común, respeto, humildad y… suerte.
—¿A qué viene todo esto, don Juan?
—Lean los números de Triunfo y de Cuadernos para el Diálogo del 3 de diciembre de 1977. Faltaba un año para el referendun de la Constitución: nadie lo sabía, claro está; pocos eran optimistas. En el número de la semana anterior Cuadernos publicó el borrador al que habían llegado trabajosamente los siete padres que, andando el tiempo, serían cubiertos de elogios: por aquellos días no paraban de caerles palos encima, algunos con muy mala uva. Y el texto que se había filtrado —¡un mero primer borrador!— recibió críticas de todas partes: desde lingüistas a politólogos, de plumillas pretendidamente ingeniosos a sesudos profesores, de la derecha extrema y de la extrema izquierda, de los sindicatos y de las patronales; de Pedro Altares y de Haro Tecglen; de la iglesia católica, por supuesto. Haro Tecglen escribió: Una Constitución se hace para muchos años, pero la española se está haciendo mediante componendas y pactos para una coyuntura; Pozuelo, su heterónimo, se burlaba inmisericorde en la columna de al lado de los siete enanitos...
—¿Y?
—Que la iglesia católica, barriendo siempre para casa, no se ha movido un milímetro. Y que tuvimos suerte.




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