domingo, 24 de diciembre de 2017

Feliz Navidad

A estas horas el Marqués está lleno; los clientes ríen, brindan, hablan alto, se saludan o despiden con abrazos. Grises, morigerados, viejos, somos la isla extravagante que salva la dignidad vespertina de este humilde domingo de invierno: para los demás no es domingo, es Nochebuena, la puerta grande de las Fiestas. Reclamos innumerables se disputan, como aves de presa, la adhesión o el bolsillo de los pobres mortales. No es fácil escapar al aturdimiento, a la embriaguez de dicha que se ofrece al alcance de la mano. No será difícil despertar con resaca después de los Reyes.
—¿Y qué hacemos? —pregunta alguien con resignación.
—Huir —dice el escéptico.
—Disfrutar lo que podamos: no se pongan ustedes exquisitos ni se suban al púlpito de quienes piensan que saben, porque no beben el vino de las tabernas —corrige don Juan.
—¿Nosotros? —replica el escéptico.
—Nosotros también tenemos derecho a disfrutar de las fiestas aunque seamos viejos y, dentro de un orden —valga el oxímoron—, incluso a cometer excesos.
—Pero estas son fiestas religiosas —precisa, como siempre, el católico.
—Son fiestas; el apellido que se les ponga carece de importancia. En el mundo occidental han sido durante siglos fiestas religiosas. ¿Lo son todavía? Cabe dudarlo. En el resto de la tierra la tradición cristiana ni siquiera existe, pero las fiestas —o sea, la Navidad— sí, cada vez más. ¿Tiene algo de malo? No lo creo.
—Es malo el imperialismo cultural de Occidente —se altera el rojo.
—Ojalá todos los imperialismos fueran tan recios como este —ironiza don Juan—. Hay actualmente un afán de pureza étnica, cultural, religiosa, bastante ingenuo que incurre en excesos algo ridículos. Sin irnos muy lejos: me cuentan que las familias de ciertos alumnos del colegio Cervantes han pedido que no vayan sus hijos al belén. Tienen todo el derecho del mundo y no seré yo quien se lo niegue, pero ¿no estarán simplificando excesivamente las cosas, es decir, incurriendo en un fundamentalismo pedestre que en nada beneficia a la formación de los niños?
—¿Y si los padres son musulmanes u ortodoxos o ateos?
—Aunque lo sean. La cultura occidental incluye grandes dosis de cristianismo, de judaísmo, de herencia grecolatina… Resulta imposible entender a Garcilaso o a Góngora sin rudimentos de mitología clásica; no es preciso ser cristiano para oír gozosamente la música de Bach, pero conviene conocer qué es un Kyrie antes de sumergirnos en la Misa en si menor, por decir algo. ¿Se puede ir al Prado, al Louvre, a la Galleria degli Uffizi ignorando por completo la iconografía cristiana? Quizá, pero no estorbaría.
Don Juan toma un sorbo de jerez. Prosigue:
—Conocen ustedes cuáles son mis creencias religiosas: ninguna. Aun así considero imprescindibles y sumamente placenteros los productos culturales del cristianismo, desde las sutilezas laberínticas de la cristología de los primeros concilios a los villancicos populares, de las iglesias románicas a la música de Händel, del Greco a Miguel de Molinos. Y eso nada tiene que ver con la fe.
—Hombre, al menos en su origen…
—Quizá en su origen, ya no necesariamente. Luego excluir a los niños de todo ese formidable legado cultural me parece un insensatez y una ligereza, cuando no un rasgo de fanatismo. Lo mismo opino de las fiestas: ¿a quién ofenden los que en el bar se están achispando despreocupadamente? A nadie, felices ellos, salvo en lo de usar gorros de Papá Noel.
—La iglesia católica habla del sentido religioso de la fiesta.
—Que haga lo que quiera. La iglesia tiene un reducido número de fieles —¿cuántos por mera tradición, cuántos por fe viva?— que acuden a los cultos y tratan de ocupar simbólicamente los espacios públicos de maneras diversas: que los pastoree como le plazca. ¿Aborrecen el jolgorio, las comilonas, el despilfarro, los excesos? Ellos se lo pierden. El ciudadano común, sensato y moderado, está tan lejos del catolicismo ferviente como del ateísmo ferviente, y oye con la misma risueña indiferencia a los solemnes predicadores de las religiones nuevas como a los de las religiones viejas: todos refractarios al alborozo festivo, sosos de nacimiento.
Don Juan —la moderación misma— nos tiene acostumbrados a exaltadas defensas de la juerga. A sus años, sabemos que lo hace más por nostalgia y aversión a los moralistas que por la propia juerga, ya casi inalcanzable.
Como partidario de la fiesta —de cualquier fiesta— y enemigo declarado de quienes se oponga a ella —sean quienes sean—, nos despide con un brindis, nos desea una feliz Navidad y me encarga que yo también se la desee a todos ustedes, misericordiosos lectores.
Obedezco gustoso: pásenla bien.

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