domingo, 19 de noviembre de 2017

Almeida y exposiciones

Don Juan llegó ayer tarde con el tiempo justo para la charla de Cristina Almeida en el palacio de Valdeparaíso; lo acompañé sin demasiado entusiasmo. Esta mañana también he ido con él a las exposiciones de San Agustín y la Universidad Popular; hubiera preferido un paseo por el campo o quedarme en casa sin hacer nada, pero los amigos son los amigos.
Mitigado el aire de rudeza campesina que tuvo en otros tiempos, Cristina Almeida es ahora una anciana amabilísima a la que cualquiera ofrecería el brazo para cruzar la calle; otra cosa es que ella lo aceptara. La voz y el discurso, en cambio, son los mismos de siempre. El auditorio, lleno de partidarios, sigue la charla como si estuviera en misa: atento y fervoroso. A mí también me seduce esa manera confianzuda, algo histriónica, de contar las cosas. Pero cuando toma la palabra un nene engolado y redicho —«Yo soy científico», proclamó urbi et orbi con ridícula solemnidad— me escabullo discretamente y me vengo a casa a ver el fútbol.
—¿Dejaste a don Juan solo?
—Él se apaña bien sin necesidad de nadie.
Don Juan sonríe.
—Al menos no deberías confesar en público que abandonaste a Cristina Almeida por el fútbol. Te tacharán de frívolo o de inculto.
—Acertarán: las dos cosas soy desde hace tiempo. Y no lo sería menos de haberme quedado, ni lo soy más por haberme venido.
—¿Qué opina usted? —le pregunta alguien a don Juan.
—Que cada uno debe hacer lo que le dé la gana. En cuanto a Almeida, que dijo cosas muy serias y pertinentes, pero las dijo como esperábamos que las dijera y gastó en decirlas más tiempo del que era menester. Por lo demás, me gusta esta iniciativa del Ateneo; ojalá se consolide y tenga éxito: traer a Almagro personajes relevantes para que nos alumbren algún aspecto de la actualidad —Cristina Almeida y la situación de las mujeres, por ejemplo— es cosa conveniente y de agradecer… Yo aprecio mucho lo que hace el Ateneo; sin embargo —supongo que sin darse cuenta—, tal vez adoben sus actividades de una liturgia excesivamente tiesa y elitista: quizá por ello no alcancen el seguimiento que merecen.
—¿Y las exposiciones?
—La de San Agustín, aunque el título —de periodismo adocenado: La Tribuna de Méndez Pozo no hubiera titulado peor— y las explicaciones —prosa en zapatillas— podrían mejorarse, es excelente. Con muy poco dinero, aprovechando bien los fondos del archivo municipal, y tomándose el trabajo de recorrer el pueblo para localizar los edificios y fotografiarlos con el mismo encuadre que tenían las fotos del archivo, han conseguido una muestra didáctica, emotiva y útil. Es emotiva como lo son todas las fotos antiguas: jirones de tiempo atrapados milagrosamente en un cartón. Es didáctica porque con la mera contraposición de lo que hubo y lo que hay nos pone ante los ojos cómo ha cambiado el pueblo en los últimos cuarenta años. Y es útil porque desmonta el pesimismo irracional de ciertos almagreños que quisieran vivir momificados en el siglo XVI: en general los cambios no han sido a peor, simplemente se han adaptado las viviendas a las nuevas formas de vivir, cosa inevitable desde que el mundo es mundo. En ninguna parte he visto el nombre del responsable de la exposición; supongo que será obra de don Eustaquio Jiménez Puga, nuestro amigo el archivero: felicidades.
—¿La otra?
—Lo expuesto es más conocido, pero también merece elogios quien la haya montado. Se trata de fotos de la plaza desde finales del siglo XIX hasta nuestros días. Alguna de ellas —¡la de la viajera!— es formidable; todas son buenas e instructivas. La lección es la misma, hasta quizá más clara, que la de San Agustín: a pesar de los pesares, Almagro y los almagreños están ahora mucho mejor que en cualquier otro momento de la historia.
—¿Don Juan, vivimos en el mejor de los mundos posibles? ¿Se ha vuelto usted panglosiano?
—De ninguna manera, querido amigo. Muchas cosas del mundo van mal, incluso tienden a ir peor —mire usted el día que hace, por ejemplo: de mayo—; pero el pesimismo constante y plañidero de ciertas personas es tan reprochable como el optimismo bobalicón e ingenuo de otras. El patrimonio construido de Almagro corre riesgos —más en la arquitectura privada que en la pública—, y ha habido pérdidas o mistificaciones dolorosas que cualquiera puede recordar; ahora bien, llorar constantemente por el agua derramada no lleva a ningún sitio. Mejor es estudiar, identificar los peligros, y proponer maneras de esquivarlos que no solo beneficien a Almagro, sino principalmente a los almagreños. ¿O es que alguien quiere un Almagro en el que no vivan almagreños?
—Hombre, don Juan...

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