domingo, 1 de octubre de 2017

Banderas

Temprano don Juan y yo hemos salido a dar un paseo. La mañana estaba fresca, el cielo bajo y gris, las calles, vacías; por el campo, ciclistas —equipados para el Tour—, servidores de perros y atletas esforzados. Nosotros, parsimoniosamente, hablando de banalidades. Ya algo tarde para la costumbre, el sol queriendo salir de entre las nubes, llegamos a la plaza, compramos el periódico —estallido rojigualda cuatribarrado o bibarrado—, desayunamos en un bar.
—¿Se ha fijado usted en las banderas? —pregunta don Juan.
—Claro. La portada está llena.
—Digo en las del pueblo.
—También. No hay demasiadas.
—Dos o tres docenas he contado. Menos cuatro o cinco, todas tienen una cosa en común: son de estreno, recién sacadas de la bolsa, flamantes, con los pliegues bien marcados.
—¿Qué importa eso?
—Claro que importa. Al contrario de lo que pasa en otros sitios —en todos los países de América, en Portugal mismo— en España no hay costumbre de exhibir la bandera nacional.
—Probablemente porque no tenemos bandera nacional —interrumpo.
—En efecto: carecemos de bandera nacional o el consenso sobre ella dista de ser unánime. Pero, al menos hoy, las que hemos visto son constitucionales.
—Una tenía el toro de Osborne —interrumpo de nuevo.
—Y cruzado por un letrero de Made in Spain: ¿ironía o bendito desconocimiento? Sin embargo, para lo que le iba a decir, eso es secundario.
—¿Qué me iba a decir?
—Que si unos cuantos ciudadanos, sin haberlo hecho antes, se han tomado la molestia de ir a los chinos a comprar una bandera y la han colgado en el balcón, por algo será. Y que si estos mismos ciudadanos —o sea, veinticinco o treinta— se juntaron ayer en la plaza para decirnos a los demás que ellos son españoles españoles españoles, también será por algo.
—Por lo de Cataluña, hombre.
—No solo por eso. En Almagro habrá unas ocho mil personas adultas y conscientes que se sientan españoles de manera natural y que crean superfluo salir a manifestarlo. Otros, en cambio, ahora lo consideran imprescindible. Dejando aparte el instinto de imitación, muy poderoso en una especie rebañega como la humana, cuando alguien se apresta a resaltar y defender lo obvio puede ser por dos razones: o porque duda de que los demás lo vean tan obvio o porque los demás son herejes o tibios a los que se debe corregir. En ambos casos la defensa encierra ciertas dosis de agresividad.
—No exagere usted. Estas banderas cuelgan pacíficamente de los balcones y quienes las han colgado son ciudadanos ejemplares.
—Quizá. Igual que los que cuelgan esteladas o quienes, en un partido de fútbol, hacen ondear otras: pacíficos en apariencia, pero más o menos dispuestos a liarse a mamporros con quien sea preciso para afirmar la propia identidad e imponerla a los remisos. La eclosión de banderas en Almagro, aunque mínima, me inquieta por eso.
—¿Por qué?
—Cataluña está lejos; el patriotismo exhibido acá poco ha de influir en el exhibido allá; luego los que aquí han sacado banderas acaso estén, por un lado, voceando su apoyo a un cierto partido político y, por otro, reprochándonos a los demás nuestra deficiente españolía. Ninguna de las dos cosas me agrada demasiado.
—No tiene importancia.
—Sí tiene importancia: otra división más. Españoles fervientes y españoles tibios: de eso iban las mociones que presentaron el PP y AECA en el pleno del ayuntamiento el otro día.
No sé qué decir. Un tanto alicaídos nos despedimos. Esta tarde los amigos, inevitablemente, le preguntan a don Juan por Cataluña.
—El Partido Popular siempre ha manejado este asunto pro domo sua. Ahora no ha sabido ver que la situación es sustancialmente distinta: ha cometido innumerables errores. El más importante tratar como referéndum ilegal —repitiendo machaconamente lo de referéndum estaban aceptando que lo era— algo que no pasaba de performance. Y han matado moscas a cañonazos, y han hecho el ridículo ante el mundo, y han multiplicado el número de separatistas, y a muchos españoles nos han decepcionado otra vez… Es decir, han reunido copiosamente todos los inconvenientes de haber aplicado el artículo 155 de la Constitución —ganarse el título de represores, el principal— sin ninguna de sus ventajas. Un desastre.
—Los catalanes no han ayudado —dice el conservador.
—Se podía prever y no se ha previsto: se han hundido puentes y se ha conseguido reforzar en las gentes de cada bando que el malo es el otro.
—Algo habrá que hacer, dijo usted el otro día.
—Sí, pero ignoro qué.
Nadie lo sabe, pienso entre mí: qué tristeza.

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