Cada uno presume de lo que puede presumir. Nosotros —pobres—
presumimos de bares. No de tenerlos, claro, sino de conocerlos bien: el que más
y el que menos, desde la primera juventud, ha pasado muchas horas en las barras
bebiendo vino —¿se acuerdan de Cirlot?— y dándole a la lengua sin cuidado ni
freno. La conversación en los bares no se parece a ninguna otra, fluye libre, ágil,
errabunda, desenvuelta, mordaz… y no tiene consecuencias. Quiero decir que es
como un ejercicio de esgrima: la sangre nunca llega al río; aunque los
contertulios practiquen, perfeccionen y exhiban sus destrezas, esquiven golpes
o los den, nadie se ofende: levantada la tertulia, quedamos tan amigos y algo
más civilizados.
—Luego la civilización de un individuo —preguntan con cierta retranca— se mide por el vino
que haya llegado a beber, ¿no?
—Naturalmente: aquí ve usted buenos ejemplos —don Juan sonríe señalando a los que estamos en el corro—. El vino es uno de los mejores
inventos de la historia: al mismo nivel que el fuego, la rueda, la cerámica o
la escritura. El vino ha hecho más llevadera la carga de vivir y la ha
ennoblecido con su invitación a la fraternidad; es decir, el vino se bebe en
compañía: el ámbito natural del vino es la taberna, se llame como se llame, tenga el aspecto que tenga. Lea a los clásicos o mire su propia experiencia y
me dará la razón. Mire la saña con que los bárbaros abominan de los placeres
del vino y también me la dará.
El entusiasmo de don Juan es sincero, bien lo sé. Sin
embargo hoy me parece un poco impostado y algo convencional; por eso no le hago
mucho caso. Estamos en El Marqués, en una mesa junto a la escalera; tras los
cristales, la plaza vacía, evacuada por el sol inmisericorde; el martini seco es una ventana al pasado…
Para muchos almagreños que peinan canas
con las que tapan calvas el Ches no era un bar, era una especie de recinto
sagrado al que se accedía cumpliendo unos cuantos rituales de paso y en el que
uno iba afinando su formación cívica y ganándose una cierta imagen pública y
un sitio en la sociedad. El cierre del Ches amputó un órgano de singular
importancia en la vida civil almagreña y en la de muchos ciudadanos. Cuando
regreso, don Juan va diciendo:
—El Ches era un bar honrado.
—¿Bar honrado?
—Un bar honrado es el que no se salta las normas sanitarias
y fiscales; cumple con los trabajadores sin regates a lo Echenique; y no engaña
a los clientes ni en el precio ni en la calidad. En Almagro hay muchos bares
así, cada uno a su nivel y con su público, pero en la plaza menos que en otras
partes. El Ches era, además, un buen bar: bien abastecido, bien servido, limpio
y de buen trato: un ejemplo y un estímulo para la competencia. Por eso nos
dolió tanto el cierre. Menos mal que, para entonces, ya estaba El Corregidor,
que también fue un establecimiento ejemplar. Pero, paradójicamente, ninguno de los dos sirvió de ejemplo: no crearon escuela. A ver si ahora hay suerte.
Ojalá, pienso entre mí. El Ches —lo habrán visto— ha vuelto a abrir, aunque
con otro nombre: se llama El Marqués. Ha tenido la delicadeza y el buen gusto
de mantener el sitio tal como estaba: la misma barra, el mismo suelo, la misma
disposición de espacios; también algunas de las costumbres antiguas, que se
agradecen especialmente: guardar todas las noches las mesas y las sillas de la
terraza, por ejemplo. Y, lo mismo que antes, es un sitio amplio, acogedor,
despejado, en el que, aunque haya mucha gente, se puede hablar sin sufrir demasiado el guirigay de las conversaciones ajenas. Nosotros hemos venido ya varias
veces, hemos comido en el restaurante, hemos tomado copas en la terraza después
del teatro… Si nada se tuerce, este será el bar de las tardes invernales el
próximo curso: quizás se nos disipe la nostalgia de El Corregidor.
—Pero todavía está verde —apunta un impaciente.
—Está verde, sí. Un bar es un organismo vivo que se va
haciendo con el tiempo. Este, además, tendrá siempre enfrente, como acicate y
amenaza, el espejo de lo que fue. Pero no ha empezado mal: si sale indemne de los agobios veraniegos, tendrá tiempo de irse asentando.
—¿Qué le falta, don Juan?
—Ajustar la cocina y que los camareros se pulan. Poca cosa.
Y nosotros brindamos porque le vaya bien: porque nos vaya bien.