domingo, 31 de julio de 2016

El Marqués

Cada uno presume de lo que puede presumir. Nosotros —pobres— presumimos de bares. No de tenerlos, claro, sino de conocerlos bien: el que más y el que menos, desde la primera juventud, ha pasado muchas horas en las barras bebiendo vino —¿se acuerdan de Cirlot?— y dándole a la lengua sin cuidado ni freno. La conversación en los bares no se parece a ninguna otra, fluye libre, ágil, errabunda, desenvuelta, mordaz… y no tiene consecuencias. Quiero decir que es como un ejercicio de esgrima: la sangre nunca llega al río; aunque los contertulios practiquen, perfeccionen y exhiban sus destrezas, esquiven golpes o los den, nadie se ofende: levantada la tertulia, quedamos tan amigos y algo más civilizados.
—Luego la civilización de un individuo —preguntan con cierta retranca— se mide por el vino que haya llegado a beber, ¿no?
—Naturalmente: aquí ve usted buenos ejemplos —don Juan sonríe señalando a los que estamos en el corro—. El vino es uno de los mejores inventos de la historia: al mismo nivel que el fuego, la rueda, la cerámica o la escritura. El vino ha hecho más llevadera la carga de vivir y la ha ennoblecido con su invitación a la fraternidad; es decir, el vino se bebe en compañía: el ámbito natural del vino es la taberna, se llame como se llame, tenga el aspecto que tenga. Lea a los clásicos o mire su propia experiencia y me dará la razón. Mire la saña con que los bárbaros abominan de los placeres del vino y también me la dará.
El entusiasmo de don Juan es sincero, bien lo sé. Sin embargo hoy me parece un poco impostado y algo convencional; por eso no le hago mucho caso. Estamos en El Marqués, en una mesa junto a la escalera; tras los cristales, la plaza vacía, evacuada por el sol inmisericorde; el martini seco es una ventana al pasado… Para muchos almagreños que peinan canas con las que tapan calvas el Ches no era un bar, era una especie de recinto sagrado al que se accedía cumpliendo unos cuantos rituales de paso y en el que uno iba afinando su formación cívica y ganándose una cierta imagen pública y un sitio en la sociedad. El cierre del Ches amputó un órgano de singular importancia en la vida civil almagreña y en la de muchos ciudadanos. Cuando regreso, don Juan va diciendo:
—El Ches era un bar honrado.
—¿Bar honrado?
—Un bar honrado es el que no se salta las normas sanitarias y fiscales; cumple con los trabajadores sin regates a lo Echenique; y no engaña a los clientes ni en el precio ni en la calidad. En Almagro hay muchos bares así, cada uno a su nivel y con su público, pero en la plaza menos que en otras partes. El Ches era, además, un buen bar: bien abastecido, bien servido, limpio y de buen trato: un ejemplo y un estímulo para la competencia. Por eso nos dolió tanto el cierre. Menos mal que, para entonces, ya estaba El Corregidor, que también fue un establecimiento ejemplar. Pero, paradójicamente,  ninguno de los dos sirvió de ejemplo: no crearon escuela. A ver si ahora hay suerte.
Ojalá, pienso entre mí. El Ches lo habrán visto— ha vuelto a abrir, aunque con otro nombre: se llama El Marqués. Ha tenido la delicadeza y el buen gusto de mantener el sitio tal como estaba: la misma barra, el mismo suelo, la misma disposición de espacios; también algunas de las costumbres antiguas, que se agradecen especialmente: guardar todas las noches las mesas y las sillas de la terraza, por ejemplo. Y, lo mismo que antes, es un sitio amplio, acogedor, despejado, en el que, aunque haya mucha gente, se puede hablar sin sufrir demasiado el guirigay de las conversaciones ajenas. Nosotros hemos venido ya varias veces, hemos comido en el restaurante, hemos tomado copas en la terraza después del teatro… Si nada se tuerce, este será el bar de las tardes invernales el próximo curso: quizás se nos disipe la nostalgia de El Corregidor.
—Pero todavía está verde —apunta un impaciente.
—Está verde, sí. Un bar es un organismo vivo que se va haciendo con el tiempo. Este, además, tendrá siempre enfrente, como acicate y amenaza, el espejo de lo que fue. Pero no ha empezado mal: si sale indemne de los agobios veraniegos, tendrá tiempo de irse asentando.
—¿Qué le falta, don Juan?
—Ajustar la cocina y que los camareros se pulan. Poca cosa.
Y nosotros brindamos porque le vaya bien: porque nos vaya bien.


domingo, 24 de julio de 2016

Monleón

No queda otro remedio: en julio se habla del teatro y sus alrededores. Entre los contertulios unos tienen más autoridad que otros: hay omnívoros y glotones que se tragan con idéntico apetito el Quijote en malabar, la convencional Reina Juana o un Brujo cada vez más insípido; hay inapetentes que apenas pican —por cumplir— algo de la Compañía Nacional, y hay exquisitos que solo acuden a las delicatessen. Pero todos metemos baza.
—Me han dicho que La villana de Getafe viene descafeinada —apunta alguien.
Yo, que ignoro casi todo de estos asuntos, muestro extrañeza:
—¡Mira que es difícil descafeinar a Lope: él nunca echó los pies fuera del tiesto!
—Me refiero al montaje: parece que este de aquí es más pudoroso.
—Por algo será.
—Se me ocurren dos razones: o bien las audacias iniciales no tenían ninguna relevancia artística, conque prescindir de ellas era algo absolutamente irrelevante, o bien, aun teniéndola, se considera menor de edad al público de Almagro y hay que evitarles a sus castos ojos las tentaciones de la carne.
Interviene don Juan:
—Saben ustedes que la semana pasada se murió Monleón. Yo apenas lo conocía, pero me consta que estaba bien relacionado con Almagro a través de Luis Molina y el CELCIT, y que hace ocho o diez años alumnos del colegio Cervantes de aquí de Almagro —mi nieto también— viajaron a Marruecos gracias a su Instituto Internacional de Teatro del Mediterráneo. De Monleón he leído, creo, todos los artículos de Triunfo, bastantes de Primer Acto y algunos libros: pocas personas de la tribu escénica, a menudo tan superficial, reunían los conocimientos, el rigor y la capacidad didáctica de este hombre. A varias generaciones de españoles les enseñó a ver teatro. Además, estaba al tanto de lo que se hacía en Europa, en América, en el norte de África, y posiblemente fuera el primero que, en Madrid, se ocupó del teatro en catalán.
Don Juan —cosas de viejo— se va de cuando en cuando por las ramas. Alguien se lo recuerda:
—Ya, don Juan, pero hablábamos del público de Almagro.
Él prosigue como si no hubiera oído:
—Estos días he revisado la vieja colección de Triunfo buscando artículos de Monleón y, de paso, entreteniéndome con lo que saliera. En el número del 21 de octubre del 78 —cuyo plato fuerte es un editorial sobre “El País Vasco y los crímenes de ETA”— Monleón escribe de Así que pasen cinco años, la obra “irrepresentable” de Lorca que Narros estaba representando en el Eslava con el TEC.
—¿El TEC?
—El Teatro Estable Castellano: ¿No se acuerdan?
Aunque deberíamos, no nos acordamos. Don Juan hoy se salta las explicaciones.
—En el artículo, Monleón habla poco de la función y mucho del público. Habla, por ejemplo, de “públicos que celebraban no verse sorprendidos”, de —citando a Lorca— “un teatro de oro y de cristales donde los hombres van a dormirse y las señoras… a dormirse también”, de la “inferioridad del púbico teatral cotidiano” respecto al de otras manifestaciones artísticas, de que la “burguesía frívola y materializada” no es adicta a las innovaciones… Afirma —otra vez con Lorca— que “nuestro público, los verdaderos captadores del arte teatral, están en los dos extremos: las clases cultas universitarias y el pueblo”. Y, centrándose ya en Así que pasen cinco años, Monleón se pregunta: “¿Tenemos un público numeroso para la obra? ¿Será posible, en el marco económico del Eslava y dentro de nuestra realidad cultural y política, enganchar la composición del público, atraer a sectores que suelen, no sin razón, menospreciar las manifestaciones dramáticas? ¿Conseguirá la obra, en un momento en que nuestra clase media proclama prácticamente la inutilidad del teatro, demostrar que la poesía teatral es necesaria?”
Don Juan nos mira. No sabemos qué decir. Continúa:
—Las artes escénicas, incluida en ellas la música, no pueden vivir sin público, es decir, son crudamente industria. ¿Han reparado ustedes en que cada público tiene el teatro que se merece y en que, recíprocamente, cada artista quizá tenga también el público que se merece?
La mayoría no habíamos reparado. Pero a mí me parece que, si es como dice don Juan, público y artistas se educan mutuamente: el público cuenta con la capacidad de estimular al artista y el artista con la de instruir al público. ¿O es que tanto uno como otro “celebran no verse sorprendidos”? Habría que pensarlo; y pensarlo, concretamente, por lo que toca al Festival de Almagro. Pero no me hagan mucho caso, que yo de estas cosas lo ignoro casi todo.


domingo, 17 de julio de 2016

La Guerra

A lo largo del tiempo, por lo menos en Europa, la paz ha sido una anomalía; lo normal, la guerra: las guerras. Guerras innumerables, inventariadas prolijamente en los libros de historia, cada una con su nombre —en ocasiones, meramente descriptivo: Guerra de Sucesión; otras, preñado de connotaciones interesadas: Guerra de la Independencia— y su par de fechas entre paréntesis. Sin embargo, para los españoles que llevamos a cuestas más de sesenta años, los que ya teníamos uso de razón cuando se celebraron los XXV Años de Paz, hay una guerra que no necesita precisiones: la Guerra por antonomasia, la que no duerme en los libros sino que lacera el alma de quienes la nombran y encoge el corazón con un peso ominoso…
Don Juan se embala algunas veces por la cuesta abajo de la retórica emperifollada y pedante, pero suele desactivar el riesgo cierto de estrellarse en el ridículo recurriendo a un colchón mullido de saludable ironía. Esta tarde no: esta tarde habla en serio, con solemnidad.
—Hoy hace ochenta años que empezó la Guerra. Yo nací el Año de la Victoria —así lo llamaban los que vencieron—: me acuerdo de la Guerra perfectamente.
Nadie lo corrige, nadie se asombra: todos nosotros sufrimos la Guerra, nos acordamos de ella perfectamente, aunque ninguno hubiéramos nacido cuando se terminó: de la Guerra se ha hablado in timore et tremore hasta ayer, y los padecimientos que causó todavía traen cola.
—Podríamos decir muchas cosas de la Guerra —continúa don Juan—, considerarla desde muchos puntos de vista; en este momento quizá convenga reparar en su condición de vacuna. Paradójicamente la Guerra, el miedo de la Guerra, la voluntad firmísima y prácticamente unánime de que no se repitiera, sirvió a los españoles de nuestra generación para conducirnos con maravillosa sensatez tras la muerte de Franco.
—Dicen los jóvenes de ahora que ese miedo, precisamente, lastra la democracia española, que el tiempo de la Constitución es mero posfranquismo.
—Se equivocan aposta, salvo que aquí también caigan víctimas de su propia lucidez, es decir, de la costumbre fatua de despreciar la realidad. Ahora bien, todas las sociedades —y las personas— son consecuencia de su historia: la española es posfranquista en la misma medida en que la alemana es posnazi o la italiana es posfascista: un truismo que no significa nada. Incluso una barbaridad equiparable a la que cometen ciertos historiadores cuando afirman que, como la Guerra fue el final de la República, es consecuencia de la República. Algún día quizá nos detengamos en estos asuntos, que tienen indudable interés. Ahora basta decir que los españoles de la Transición, conociendo bien nuestra historia, horrorizados por ella, hicimos algo tan sensato como escarmentar, aprender de la historia, que, decían los antiguos, es magistra vitæ.
—Pero la democracia española está edificada sobre la mentira y el olvido. Los culpables de la Guerra nunca pagaron sus culpas; las víctimas no han hallado todavía reconocimiento.
Algo de eso hay, es cierto. Pero solo algo: en España no hubo amnesia, hubo amnistía, que son dos cosas bien diferentes; el franquismo tuvo la culpa de la Guerra y no hizo nada por la reconciliación, sí, pero ha perdido la batalla de la historiografía y, mucho más, de la ética y la dignidad; la Democracia reconoció a muchas víctimas —maestros, militares de la República, por ejemplo—, aunque queden, y es una infamia, cadáveres en las cunetas; y los asesinos y víctimas de carne y hueso se repartieron con bastante equidad en ambos bandos.
—En la zona republicana los crímenes fueron obra de incontrolados; en la franquista fueron, algo sistemático y organizado.
—Es posible. ¿Pero no será un grave error de la República no haber podido controlar a los incontrolados? ¿No será que la República se desmoronó en los primeros meses de la Guerra y ocuparon el lugar numerosas organizaciones descontroladas, alguna de las cuales sí usaba el terror como arma política? ¿Han visto ustedes fotos de la zona republicana al comienzo de la Guerra? ¿Se han fijado en que las banderas de la República desaparecen casi completamente?
—¿Qué quiere decir?
—La República duró algo más de cinco años. Durante ellos logró cosas formidables, pero no pudo hacer lo más importante: crear un gran consenso republicano. Lo más parecido a ese consenso republicano que se frustró entonces es el gran acuerdo de la Transición. Ojalá dure.
—¿Peligra?
—Si les hacemos más caso a Rafael Hernando o a Cañamero que a otros, por supuesto.


domingo, 10 de julio de 2016

Inauguración

Sabemos que a don Juan no le entusiasma el teatro. Si parte de un buen texto, con frecuencia es demasiado teatral, o sea, enfatiza lo obvio, lo que resulta accesible a la más pobre imaginación; y, si el texto es flojo o falta, el teatro se parece al circo: un espectáculo tal vez entretenido, incluso interesante, pero del que uno sale lo mismo que entró, como se sale de las novelas de playa. Aun así, don Juan reconoce y elogia las excepciones, y de ninguna manera pretende sentar cátedra: quizá se trate tan solo de su incapacidad para apreciar manjares que otros, más entrenados o de mejor paladar, consideran exquisitos.
Alguien se toma los manjares al pie de la letra:
—Don Juan, que el teatro da de comer a mucha gente… Aquí, en julio, a muchísima.
—Lo mismo que la fabricación y venta de recuerdos para turistas, por ejemplo. No se han de confundir las industrias culturales con la cultura, ni las artísticas con el arte: entre ellos hay simbiosis —ocasionalmente, parasitismo—, pero no identidad. Desde luego, en tanto que industria, el teatro debe protegerse o, por lo menos, no hay que castigarlo con los latigazos sangrantes del IVA: ahí no tengo dudas.
—Fomentarlo también.
—Ya se conformarían los interesados con que no lo apalearan.
Estamos estrenando el viejo Ches, resucitado con nombre aristocrático —ya lo comentaremos—; don Juan nos cuenta los fastos inaugurales del Festival a él, no sé por qué, lo invitan a estas cosas—, que no se pierde ningún año. El jueves se presentó oscuro y tormentoso; a la hora del comienzo rompió a llover; la ceremonia se apagó un tanto; pero, más allá de que el Premio Corral de Comedias no pudiera entregarse en el Corral de Comedias, el trastorno no pasó de pequeña incomodidad.
Don Juan habla de la exposición en San Agustín, que hemos visto hace un rato. La iglesia luce espléndida pese a los achaques de la edad; los elementos de la exposición no tapan el edificio, se adaptan a él con delicadeza, incluso alguno subraya sutilmente su condición de templo —la tenue iluminación tras las celosías de las tribunas—; y es didáctica y, por momentos, emocionante.
—Por allí andaba Helena Pimenta —dice don Juan—, ajena al recorrido de los prebostes, muy pendiente de los figurines de La Barraca.
—Yo vi al ministro —interviene un curioso—; tardé en reconocerlo. Entre tanto traje adusto y tanto vestido de ceremonia, el ministro parecía, no del Reino de España, sino de la República Bolivariana de Venezuela.
—Este hombre es más listo de lo que aparenta. ¿Cuánto hace que un ministro no acudía al festival? Pues él se ha internado audazmente en un territorio que otros de su partido consideran hostil y ha salido indemne, hasta airoso: no hay más que acordarse de Cospedal y comparar.
—Pero algún dirigente local del PP no disimulaba el disgusto.
—Hay quien se molesta por cualquier menudencia. De la exposición fuimos al teatro. Llegué de los primeros; me acomodé en un palco, bien pendiente de lo que pasaba en el patio de butacas. Como el orden del Corral se había trastocado, fue de ver el espectáculo de la lucha por las preeminencias; gracias a Dios la sangre no llegó al río.
—Don Juan, también usted peleó por el asiento.
—Solo con astucia y velocidad.
—¿Qué le pareció el acto?
—Digno. Se premiaba a Concha Velasco; vinieron sus amigos; hicieron los discursos esperables; la laudatio, meramente administrativa: el currículo de la actriz. Los políticos, muy bien: fueron breves, no dijeron ni una vez emblemático, tampoco demasiadas tonterías ni grandilocuencias, gastaron sentido del humor… y el ministro demostró condiciones de showman que yo no hubiera imaginado.
—¿La premiada?
—Concha Velasco debe ser más o menos de mi edad: ya me gustaría estar como ella.
—Usted está estupendamente.
Don Juan no oye.
—Hizo un discurso sencillo, modesto, emotivo sin sensiblería, muy bien dicho, con voz espléndida, y eficacísimo para ganarse al público: discurso de actriz que domina divinamente los recursos escénicos. Le aplaudieron entusiasmados. Y, luego, estuvo atentísima con todo el que quiso acercársele: tardó un buen rato en salir del teatro.
—¿Y usted?
—Yo esperé sentado a que la gente se fuera; salí a la lluvia; en la plaza me tomé un vino infame por el que Dios le ha de pedir cuentas al tabernero; y me marché para casa pensando en qué tendrán ciertos baristas de la plaza contra los clientes. ¿Les deberemos algo?


domingo, 3 de julio de 2016

Resultados

Para asombro de todos, lo dice un rojo —con minúscula, claro—. Se incorpora tarde al corro; viene sofocado; tira el sombrero en una silla y, sin saludar casi, escupe:
—¡Misión cumplida! Rajoy, cuatro años más. A Iglesias se lo debe.
Medio en broma medio en serio, el amigo rojo se ha apuntado muchas veces a la idea de que Podemos no es más que la marca blanca del Partido Popular. Cuando se nos pasa la sorpresa interviene don Juan:
—Se lo debe a los casi ocho millones de ciudadanos que lo han votado.
Un poco más calmado, el rojo retruca:
—Naturalmente. Pero quien le ha dado la oportunidad de obtener ocho millones de votos ha sido Iglesias. Si Iglesias hubiera facilitado el gobierno de Sánchez, llevaríamos ya varios meses sin Rajoy, que quizá a estas horas fuera un político amortizado. Y mírelo: en la cresta de la ola. Usted mismo lo había predicho.
—Yo no soy profeta: mero espectador. En efecto, Iglesias ha cometido numerosos errores, pero dos muy gordos. Uno estratégico: la alianza con Izquierda Unida. El conglomerado social e ideológico que se articula en Podemos, difuso, versátil, múltiple, delicado, posmoderno y propenso al pensamiento mágico, tiene poco que ver con la concreción, la rigidez, la disciplina, el materialismo racional, la reciedumbre y el arcaísmo de los comunistas: el agua y el aceite no son más distintos, luego el fracaso era fácil de prever. Otro, táctico: si Iglesias hubiera facilitado la investidura de Sánchez se habría quedado solo como líder de la oposición de izquierdas a un gobierno débil y, probablemente, breve; es decir, hubiera logrado dos objetivos: contentar a los electores y militantes más moderados, y estar en la mejor posición para atraer todo el voto de la izquierda en las elecciones siguientes. Y estos dos errores básicos los evita cualquiera con un poco de sentido común, no ya un politólogo cualificado.
—Entonces —pregunto—, ¿cómo es que este hombre tan listo ha incurrido en ellos?
El rojo se adelanta:
—Porque es impaciente y engreído.
Don Juan matiza:
—Desde luego, el carácter influye: por ejemplo, el narcisismo de Iglesias y de numerosos correligionarios los ha llevado a ahogarse en el lago de las encuestas, que los reflejaba tan guapos. Influye más, sin embargo —creo yo—, una vieja costumbre de la universidad española: el dogmatismo mecanicista. Iglesias y sus secuaces creen que España debe amoldarse, aunque sea con calzador, a sus recetas; y no reparan en la terca realidad.
—¿Qué realidad?
—Esta, la que tienen alrededor. España, gracias a muchos años de política socialdemócrata y a pesar de los recortes —“Escamoches”, apunta uno por lo bajo— de Rajoy, goza de los beneficios esenciales del estado del bienestar, es una sociedad relativamente bien cohesionada salvo por lo que hace a las tensiones territoriales, mucho más igualitaria de lo que algunos se empeñan en destacar, y bastante sensata. Eso quiere decir que el margen para los populismos no es tan ancho como creían los eclesiásticos.
La tertulia es variada. Uno apunta:
—Muy comprensiva con la corrupción es también España: hasta la premia.
—Para dejar de querer a alguien no basta encontrarle defectos; es preciso tener recambio. Supongo que a los votantes del Partido Popular no les satisface la corrupción ni son corruptos ellos mismos: quizá no han encontrado nada mejor. Y eso deberían pensárselo los demás partidos: puesto que siempre habrá que contar con el electorado, mejor es conocerlo que despreciarlo, como ahora hacen algunos. También debería ponerse a pensar el PP: si fueran capaces de echar a los corruptos, gobernarían muchos años: Ciudadanos no les hará sombra.
—¿Y el PSOE?
—Salvo que se suicide, y no es descartable, vivirá largos años. Ahora bien, ha de ordenar la casa y limpiar la era.
—¿Cómo?
—Ellos sabrán. Pero se me ocurre que no debe ser más una máquina de garantizar puestos y sueldos a muchas personas que tendrían serias dificultades para encontrarlos iguales y tan bien pagados fuera de la organización. Tampoco que elija al candidato mediante democracia directa, mientras al resto de los cargos los designa el aparato por cooptación: es algo incompatible.
La tertulia se acaba. En la calle aguarda el calor del infierno. Mientras nos cobran, pegunto por el Brexit.
—El Brexit demuestra que los electores no siempre tienen razón, pero siempre tienen razones para votar como votan. Los políticos prudentes deberían estudiar tales razones antes de meterse en camisas de once varas. Los referendos los carga el diablo.