domingo, 23 de octubre de 2016

Cirlot

Si don Juan no viene, ¿de qué hablo? Yo soy un hombre convencional que carece de imaginación. Puedo redactar informes, oficios, resoluciones, elevar instancias… pero no sé escribir. Bien que lo siento.
—¿Redactar no es escribir? —pregunta retóricamente un amigo, tal vez para levantarme el ánimo.
—No. El que redacta es un músico de banda; el que escribe es, por lo menos, director de orquesta.
—¿Todos los que escriben son directores de orquesta? —insiste el amigo.
—O lo pretenden. Muchos lo son verdaderamente; bastantes, compositores extremados. En cambio, yo abro el ordenador y no se me ocurre nada. La pantalla en blanco me intimida con su requerimiento acuciante; el parpadeo del cursor es un reloj que cuenta hacia atrás implacablemente los segundos que faltan para la catástrofe.
—¿Qué catástrofe?
—La del abandono, la de la rendición. Yo solo puedo, más o menos dignamente, levantar acta de las tertulias del domingo. Pero, si no viene don Juan…
—Llámalo a ver qué te dice. Algunos días te saca del aprieto con los correos electrónicos.
Lo llamo. Le pregunto por la salud, le digo que lo echamos de menos… y procuro llevar el agua a mi molino:
—¿Qué lee ahora, don Juan?
—De todo un poco. Aquí al lado tengo la antología de Cirlot que ha publicado Siruela.
—Dígame algo —imploro como quien pide una limosna.
—Cirlot nació en 1916. Hace cien años. Hace cien años nacieron también Cela, Buero Vallejo o Blas de Otero. Cirlot poco tiene que ver con ellos. Cirlot es un fenómeno extrañísimo en la poesía española, en la literatura española: sin precursores casi, sin seguidores, sin lectores, marginal y, a pesar de todo, uno de los grandes poetas del siglo XX. Es fascinante, es difícil, es original. La lectura de Cirlot produce el deslumbramiento misterioso, y la extrañeza y la maravilla de estar asomándonos a un mundo desconocido, a otro planeta. Sobre todo, si uno ha frecuentado solamente el canon poético español de los manuales de literatura. Además fue un estupendo crítico de arte y se interesó por cosas en las que nadie reparaba: ahí está, por ejemplo, el Diccionario de símbolos. La antología de Siruela es una buena puerta para entrar en él: amplia y representativa; no muy cara —veinte euros—, y materialmente impecable. La selección es de Elena Medel: hay que darle las gracias. Y el prólogo también: se lo puede uno saltar.
—¿Por qué?
—Porque es espeso, reiterativo, torpe y balbuceante. Nunca había leído prosa de Elena Medel: quizá no me haya perdido nada.
—Ya que estamos con la poesía, don Juan: ¿ha visto el programa de la semana que viene?
—¿Qué programa?
—El del trigésimo primer encuentro de poesía española.
—Nombre alto y sonoro, pero nada significativo. La que antiguamente se llamaba semana de poesía ha conocido mejores tiempos: cuando un poeta solo era capaz de llenar el teatro municipal. Luego ha rodado muchos años sin criterio, cansinamente; ahora es por completo irrelevante. Dando vueltas siempre a la misma noria, sin querer saber nada de la poesía actual —¿cuándo se les pararía el reloj a los programadores?— y despreciando al público, ha venido a ser un suceso insignificante del calendario cultural almagreño, una rutina que se cumple por cumplir.
—Es usted duro, don Juan.
—No tanto como debiera. ¿Cuánto hace que no tenemos un poeta o unos poetas? Salvo excepciones escasísimas, todo se queda en naderías musicovocales para una concurrencia más generosa que entendida.
—¡Don Juan, por Dios, que hay amigos en esto!
—Soy viejo y estoy enfermo: nadie se meterá conmigo —me imagino la sonrisita irónica—. Yo me lavo las manos, no discuto con nadie, no quiero que nadie comparta mis opiniones, conque haga usted lo que le dé la gana: si le parece, cuéntelo; si no, endúlcelo como le convenga.
Eso haré si Dios quiere: suavizar palabras tan ácidas.
—Este año sí hay poetas, don Juan.
—Poetas de tercera división.
Me pilla descuidado:
—¿De tercera división?
—Sin ánimo de ofender: poetas provinciales —uno o dos, buenos; otros, aseados; la mayoría, meramente voluntariosos— que, salvo excepciones, tienen poco que ver con la poesía que se hace ahora en España. El resto de la programación también es provincial. Como el primer día va del Parnaso, me he acordado de aquel Parnasillo provincial de poetas apócrifos. ¿Se acuerda usted también?
—No, don Juan.
—Pues búsquelo y pasará un buen rato.
Quizá por la enfermedad, don Juan exagera: no se lo tengan en cuenta.

(Juan Eduardo Cirlot, El peor de los dragones. Antología poética 1943-1973, edición de Elena Medel, Siruela, Madrid, 2016. Veinte euros) 


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