domingo, 17 de julio de 2016

La Guerra

A lo largo del tiempo, por lo menos en Europa, la paz ha sido una anomalía; lo normal, la guerra: las guerras. Guerras innumerables, inventariadas prolijamente en los libros de historia, cada una con su nombre —en ocasiones, meramente descriptivo: Guerra de Sucesión; otras, preñado de connotaciones interesadas: Guerra de la Independencia— y su par de fechas entre paréntesis. Sin embargo, para los españoles que llevamos a cuestas más de sesenta años, los que ya teníamos uso de razón cuando se celebraron los XXV Años de Paz, hay una guerra que no necesita precisiones: la Guerra por antonomasia, la que no duerme en los libros sino que lacera el alma de quienes la nombran y encoge el corazón con un peso ominoso…
Don Juan se embala algunas veces por la cuesta abajo de la retórica emperifollada y pedante, pero suele desactivar el riesgo cierto de estrellarse en el ridículo recurriendo a un colchón mullido de saludable ironía. Esta tarde no: esta tarde habla en serio, con solemnidad.
—Hoy hace ochenta años que empezó la Guerra. Yo nací el Año de la Victoria —así lo llamaban los que vencieron—: me acuerdo de la Guerra perfectamente.
Nadie lo corrige, nadie se asombra: todos nosotros sufrimos la Guerra, nos acordamos de ella perfectamente, aunque ninguno hubiéramos nacido cuando se terminó: de la Guerra se ha hablado in timore et tremore hasta ayer, y los padecimientos que causó todavía traen cola.
—Podríamos decir muchas cosas de la Guerra —continúa don Juan—, considerarla desde muchos puntos de vista; en este momento quizá convenga reparar en su condición de vacuna. Paradójicamente la Guerra, el miedo de la Guerra, la voluntad firmísima y prácticamente unánime de que no se repitiera, sirvió a los españoles de nuestra generación para conducirnos con maravillosa sensatez tras la muerte de Franco.
—Dicen los jóvenes de ahora que ese miedo, precisamente, lastra la democracia española, que el tiempo de la Constitución es mero posfranquismo.
—Se equivocan aposta, salvo que aquí también caigan víctimas de su propia lucidez, es decir, de la costumbre fatua de despreciar la realidad. Ahora bien, todas las sociedades —y las personas— son consecuencia de su historia: la española es posfranquista en la misma medida en que la alemana es posnazi o la italiana es posfascista: un truismo que no significa nada. Incluso una barbaridad equiparable a la que cometen ciertos historiadores cuando afirman que, como la Guerra fue el final de la República, es consecuencia de la República. Algún día quizá nos detengamos en estos asuntos, que tienen indudable interés. Ahora basta decir que los españoles de la Transición, conociendo bien nuestra historia, horrorizados por ella, hicimos algo tan sensato como escarmentar, aprender de la historia, que, decían los antiguos, es magistra vitæ.
—Pero la democracia española está edificada sobre la mentira y el olvido. Los culpables de la Guerra nunca pagaron sus culpas; las víctimas no han hallado todavía reconocimiento.
Algo de eso hay, es cierto. Pero solo algo: en España no hubo amnesia, hubo amnistía, que son dos cosas bien diferentes; el franquismo tuvo la culpa de la Guerra y no hizo nada por la reconciliación, sí, pero ha perdido la batalla de la historiografía y, mucho más, de la ética y la dignidad; la Democracia reconoció a muchas víctimas —maestros, militares de la República, por ejemplo—, aunque queden, y es una infamia, cadáveres en las cunetas; y los asesinos y víctimas de carne y hueso se repartieron con bastante equidad en ambos bandos.
—En la zona republicana los crímenes fueron obra de incontrolados; en la franquista fueron, algo sistemático y organizado.
—Es posible. ¿Pero no será un grave error de la República no haber podido controlar a los incontrolados? ¿No será que la República se desmoronó en los primeros meses de la Guerra y ocuparon el lugar numerosas organizaciones descontroladas, alguna de las cuales sí usaba el terror como arma política? ¿Han visto ustedes fotos de la zona republicana al comienzo de la Guerra? ¿Se han fijado en que las banderas de la República desaparecen casi completamente?
—¿Qué quiere decir?
—La República duró algo más de cinco años. Durante ellos logró cosas formidables, pero no pudo hacer lo más importante: crear un gran consenso republicano. Lo más parecido a ese consenso republicano que se frustró entonces es el gran acuerdo de la Transición. Ojalá dure.
—¿Peligra?
—Si les hacemos más caso a Rafael Hernando o a Cañamero que a otros, por supuesto.


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