A lo largo del tiempo, por lo menos en Europa, la paz ha
sido una anomalía; lo normal, la guerra: las guerras. Guerras innumerables,
inventariadas prolijamente en los libros de historia, cada una con su nombre
—en ocasiones, meramente descriptivo: Guerra de Sucesión; otras, preñado de
connotaciones interesadas: Guerra de la Independencia— y su par de fechas entre
paréntesis. Sin embargo, para los españoles que llevamos a cuestas más de
sesenta años, los que ya teníamos uso de razón cuando se celebraron los XXV Años de Paz,
hay una guerra que no necesita precisiones: la Guerra por antonomasia, la que
no duerme en los libros sino que lacera el alma de quienes la
nombran y encoge el corazón con un peso ominoso…
Don Juan se embala algunas veces por la cuesta abajo de la
retórica emperifollada y pedante, pero suele desactivar el riesgo cierto de estrellarse
en el ridículo recurriendo a un colchón mullido de saludable ironía. Esta
tarde no: esta tarde habla en serio, con solemnidad.
—Hoy hace ochenta años que empezó la Guerra. Yo nací el Año
de la Victoria —así lo llamaban los que vencieron—: me acuerdo de la Guerra perfectamente.
Nadie lo corrige, nadie se asombra: todos nosotros sufrimos
la Guerra, nos acordamos de ella perfectamente, aunque ninguno hubiéramos nacido
cuando se terminó: de la Guerra se ha hablado in timore et tremore hasta ayer, y los padecimientos que causó
todavía traen cola.
—Podríamos decir muchas cosas de la Guerra —continúa don
Juan—, considerarla desde muchos puntos
de vista; en este momento quizá convenga reparar en su condición de vacuna. Paradójicamente
la Guerra, el miedo de la Guerra, la voluntad firmísima y prácticamente unánime
de que no se repitiera, sirvió a los españoles de nuestra generación para
conducirnos con maravillosa sensatez tras la muerte de Franco.
—Dicen los jóvenes de ahora que ese miedo, precisamente,
lastra la democracia española, que el tiempo de la Constitución es mero
posfranquismo.
—Se equivocan aposta, salvo que aquí también caigan
víctimas de su propia lucidez, es decir, de la costumbre fatua de despreciar la
realidad. Ahora bien, todas las sociedades —y las personas— son consecuencia de
su historia: la española es posfranquista en la misma medida en que la alemana
es posnazi o la italiana es posfascista: un truismo que no significa nada. Incluso
una barbaridad equiparable a la que cometen ciertos historiadores cuando afirman que, como la Guerra fue el final de la
República, es consecuencia de la República. Algún día quizá nos detengamos en
estos asuntos, que tienen indudable interés. Ahora basta decir que los
españoles de la Transición, conociendo bien nuestra historia, horrorizados por
ella, hicimos algo tan sensato como escarmentar, aprender de la historia, que, decían los antiguos, es magistra vitæ.
—Pero la democracia española está edificada sobre la mentira
y el olvido. Los culpables de la Guerra nunca pagaron sus culpas; las víctimas
no han hallado todavía reconocimiento.
—Algo de eso hay, es cierto. Pero solo algo: en España no
hubo amnesia, hubo amnistía, que son dos cosas bien diferentes; el franquismo
tuvo la culpa de la Guerra y no hizo nada por la reconciliación, sí, pero ha
perdido la batalla de la historiografía y, mucho más, de la ética y la dignidad;
la Democracia reconoció a muchas víctimas —maestros, militares de la República,
por ejemplo—, aunque queden, y es una infamia, cadáveres en las cunetas; y los
asesinos y víctimas de carne y hueso se repartieron con bastante equidad en
ambos bandos.
—En la zona republicana los crímenes fueron obra de incontrolados;
en la franquista fueron, algo sistemático y organizado.
—Es posible. ¿Pero no será un grave error de la República
no haber podido controlar a los incontrolados?
¿No será que la República se desmoronó en los primeros meses de la Guerra y
ocuparon el lugar numerosas organizaciones descontroladas, alguna de las cuales sí usaba el terror como arma
política? ¿Han visto ustedes fotos de la zona republicana al comienzo de la
Guerra? ¿Se han fijado en que las banderas de la República desaparecen casi
completamente?
—¿Qué quiere decir?
—La República duró algo más de cinco años. Durante ellos logró cosas formidables, pero no pudo hacer lo más importante: crear un gran
consenso republicano. Lo más parecido a ese consenso republicano que se frustró
entonces es el gran acuerdo de la Transición. Ojalá dure.
—¿Peligra?
—Si les hacemos más caso a Rafael Hernando o a Cañamero que
a otros, por supuesto.
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