domingo, 26 de junio de 2016

Voto veraniego

Como en diciembre, don Juan está en Madrid para votar. Él no se cansa: ha votado en todas las elecciones y referendos desde la Ley para la Reforma Política; mientras tenga salud, votará: en la urna, no por correo. A pesar de la edad, conserva casi la misma ilusión que el 15 de junio de 1977, pues, aunque —ahora, por ejemplo— no le gusten mucho las opciones, no ir a votar sería abdicar la condición de ciudadano: el paso previo a que otros lo degradaran a súbdito. Y eso nunca. La democracia —casi no habría que decir estas cosas— es mucho más que elegir a los representantes, pero es, sobre todo, elegir a los representantes mediante voto libre, igual, directo y secreto. Quienes insisten machaconamente en que democracia no es solo votar parece que quisieran convencernos de que votar no es importante; parece, incluso, que quisieran espantar de las votaciones a la gente común para sustituirla por alguna “vanguardia”, alguna élite selecta y pequeña que, erigida en “intelectual orgánico”, votara a mano alzada en asambleas a las que no tiene acceso cualquiera. Y eso, repite don Juan, nunca: ya sabemos —los viejos— cuánto dieron de sí el “centralismo democrático” o las “democracias” adjetivadas. Por desgracia —piensa don Juan—, algo están logrando: hay quien siente ya que esto de las votaciones es una pejiguera, quien rehúsa formar parte de las mesas electorales, quien se desentiende… Obviamente, las “élites” no se desentenderán y harán política sin la gente común, probablemente contra la gente común.
Don Juan vota en la calle García de Paredes, en un colegio religioso concertado que se llama La Inmaculada-Marillac.
—Algún día —me dice— hablaremos de santa Luisa de Marillac y de san Vicente de Paúl, una pareja muy interesante.
El colegio es grande, levantado en distintas épocas; conviven en él viejos edificios de ladrillo rojo como hay tantos en esta zona de Madrid, y otros austeros, neutros y prácticos que reflejan estupendamente el dinámico espíritu monjil que se extendió tras el Concilio; está cuidado y limpísimo. Don Juan —lo sabemos— es hombre curioso; cada vez que acude va sin prisa; si puede, recorre las dependencias, se asoma a las aulas —tienen grandes ventanas a los pasillos: ¿quién mirará desde ellos?—, a la capilla, a cualquier habitación que esté abierta; ve las pistas deportivas y los edificios de alrededor en donde habitan gentes de una cierta clase media conservadora y discreta… Pero, sobre todo, mira los tablones de anuncios. En cualquier institución, grande o chica, los tablones de anuncios son una mina de información pertinente; en los colegios, cuando se está captando alumnos para el curso venidero, más todavía. Don Juan se entera de comuniones y confirmaciones, de actividades por el Madrid cervantino, de una excursión a Alcalá, de la Olimpiada Cultural… y se imagina a las monjas —stricto sensu no lo son— revisando bien cualquier detalle en que hoy pudieran reparar los votantes.
—¿Qué ha visto usted, don Juan? —le pregunto por teléfono.
—Que los colegios concertados se venden estupendamente. ¿Harán lo mismo los colegios públicos?
—En lo que puedan lo harán también: nadie quiere que vean su casa desaliñada. Pero yo le preguntaba por las elecciones.
—Aquí gana el Partido Popular con una suficiencia aplastante. Aun así, en diciembre Ciudadanos sacó buenos resultados. En eso nos debemos fijar: en el balance PP-Ciudadanos: ¿se consolidará Ciudadanos como la opción moderna y civilizada de la derecha? ¿Volverá la derecha a reagruparse en el PP? Si se produce lo primero, el PP no gobernará; si lo segundo, habrá PP para rato.
—¿Y la izquierda?
—En este barrio no hay izquierda: unos cuantos a los que habría que declarar “especie protegida”. Respecto a España en general, la izquierda terminará volviendo al monopartidismo imperfecto, aunque el viaje será largo y tortuoso, y el proceso no se completará hasta que los votantes del PSOE vayan muriendo o domesticándose los de Podemos.
—¿Sorpasso, pues?
—Veremos. En la derecha, no; en la izquierda, improbable. Y al final sería tan solo un cambio de siglas y personas. ¿No ve usted el súbito aprecio por la socialdemocracia de la tribu eclesiástica? Hace bien poco les daba náuseas, ahora no se les cae de la boca. Y los catecúmenos ni lo han notado.
—La memoria es muy traicionera.
—Eso será, pero la mía es buena aún. ¿Recuerda usted las esperanzas que tenía en diciembre? Hoy tengo muchas menos. De todas formas, seguiré votando.
Casi a punto de colgar le pregunto:
—Y del Brexit, ¿qué me cuenta?
—El Brexit y los resultados españoles se quedan para el domingo que viene.



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