—¿Se acuerdan ustedes de Ramallo?
Habrán comprobado, misericordiosos lectores, que últimamente
hablamos mucho del pasado. Compréndannos y apiádense: todos nosotros tenemos más camino andado que por andar.
—¿De António Ramalho Eanes? —pregunta alguno que ha leído
más o tiene mejor memoria.
—No. Aunque serán de la edad y quizá
compartan algún antepasado, en poco se parecen: Ramalho Eanes fue general en
la guerra de Angola, miembro destacado del Movimiento de las Fuerzas Armadas y
presidente de la República ocho o diez años. Como buen portugués, se trata de
un hombre íntegro y comedido. Por el contrario, el Ramallo extremeño ejerció de jabalí muy exitosamente y el partido se lo recompensó con alguna sinecura, no recuerdo cuál.
—¿Jabalí?
—Los jabalíes, no hace falta decirlo, son cerdos salvajes. Pues
bien, en la Segunda República llamaron jabalíes a unos cuantos diputados —aparentemente
de extrema izquierda, pero en realidad demagogos, ignorantes, golfos y soeces—
que se dedicaban mayormente a alborotar e interrumpir. Es decir, el nombre que
les dieron les venía al pelo por el comportamiento feroz y sucio del que
presumían. Uno, y bien conspicuo, era diputado por esta provincia de ustedes:
Joaquín Pérez de Madrigal, buena pieza, que acabó en meapilas. Ya hablaremos algún día de él.
—En aquellos tiempos Ramallo ni siquiera había nacido…
—No. No había nacido todavía Luis Ramallo.
—¿Entonces?
—En las Cortes de la democracia también ha habido buenos
jabalíes.
—En la izquierda, pocos —interrumpe el rojo.
—Algunos sí: no me lo niegue.
—Pocos, insisto; y ninguno ha cometido otro pecado.
Don Juan no quiere transitar por la vereda de comparar maldades, pero tampoco mete la mano en el fuego por nadie.
—Es posible. La mayoría de los jabalíes, tengo que reconocerlo, ha estado y está en la derecha: faltones, chulos, zafios, vocingleros, gamberros… ¿A que me podrían decir diez o doce sin pensarlo mucho?
—Pocos, insisto; y ninguno ha cometido otro pecado.
Don Juan no quiere transitar por la vereda de comparar maldades, pero tampoco mete la mano en el fuego por nadie.
—Es posible. La mayoría de los jabalíes, tengo que reconocerlo, ha estado y está en la derecha: faltones, chulos, zafios, vocingleros, gamberros… ¿A que me podrían decir diez o doce sin pensarlo mucho?
Yo me acuerdo de unos cuantos, pero no abro la boca.
—Normalmente son diputados de segunda fila que desean medrar
halagando al jefe, o darse a conocer; otros lo hacen por táctica y
coordinadamente para distraer o poner nervioso al adversario. Sin embargo, los
hay que se comportan así por afición o por carácter: habría que haberlos visto
en la escuela…
—En todos los parlamentos cuecen habas.
—Naturalmente, pero en unos las broncas son más civilizadas
que en otros. Sin negar que el parlamento y la vida parlamentaria tienen mucho
de representación teatral y, por lo tanto, de espectáculo, incluso de juego, a
mí no me gustan las broncas, y menos si son groseras: algún diputado montaraz le dijo “cabrón” a Manuel Marín, y, quizás el mismo, “hijo de puta” a Zapatero.
No es muy edificante. Ni el “que se jodan” de Andrea Fabra.
—La mayoría de los diputados se comporta bien.
—Sí, pero a menudo aplaude a los exaltados. Los ciudadanos,
antes, no veían estas cosas y apenas se enteraban de ellas. Ahora, las ven y las
oyen todos los días. Sin duda es una de las gotas que —entre otras muchas,
desgraciadamente— ha contribuido a colmar el vaso del desprestigio de la
política y de los políticos. Y los nuevos han demostrado, aquí también, ser alumnos aplicados.
—¿Por qué habla usted hoy de esto si las Cortes están
disueltas?
—Por si tomaran nota los que llenen las próximas —dice con
ironía—, y porque un famoso jabalí se halla ahora en plena actualidad.
—¿Quién?
—Vicente Martínez Pujalte, un buen aprendiz de Ramallo que
acabó superando al maestro. Ramallo se fue de la política salpicado por
Gescartera —¿se acuerdan?— y Pujalte, el pobre, por “cobrar sin hacer nada”.
—¡Cuánta gente cobra sin hacer nada!
Don Juan sonríe aprobatoriamente.
—Lo dice el fiscal. Pero me
atrevería a asegurar que está equivocado. ¿Unos empresarios le iban a pagar varios miles de euros mensuales a Pujalte por no hacer nada? Algo haría,
sin duda, pero turbio. Me gustaría saber qué.
—Se lo puede imaginar.
—No es lo mismo. Yo pensaba que Pujalte era un baranda, un
infeliz con mala uva y ganas de llamar la atención; resulta que, además, es un
vivales aprovechado. Si, por lo menos hubiera cometido las fechorías sin dar
ruido…
—¿Cómo Arístegui o Gómez de la Serna, que son gente fina y
discreta?
—Y que, curiosamente, también le pagaban a Pujalte... No; no me llenan los modales untuosos de estos
pollos con apellidos ilustres. Aun así, he de alabar su discreción: ellos a lo
suyo, que es llenar los bolsillos. En cambio, los Ramallos, los Pujaltes, los
Granados, los Fabras…, gente de lengua suelta y vergüenza escasa. La verdad: prefiero a Berlusconi.
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