domingo, 10 de abril de 2016

Mercadillo cervantino

La mañana es oscura, de nubes bajas, a ratos llueve con brío; sin embargo, muchos puestos del mercadillo cervantino perseveran abiertos; los vendedores, sabios y pacientes, miran al cielo con resignación biológica, con fe asentada en una experiencia de siglos: escampará. De vez en cuando, el milagroso rompimiento de gloria de un ojo de sol premia tan tenaz estoicismo, les da ánimos; entonces sacuden los toldos, exhiben los tesoros más valiosos, llaman a los transeúntes que, de creencias menos firmes, avivan el paso hacia las casas, las misas, los bares: hacia la seguridad cobarde del techado. Dura poco la alegría de los ambulantes: el cielo se encapota enseguida y vuelve a bombardearlos con lluvia inclemente. Así es su vida; así fue, quizá, la vida de sus antepasados. Por culpa de los chaparrones, el paseo que damos nosotros también es espasmódico: el sol lo demora y nos detiene en una multitud de cachivaches heterogéneos y de atracciones que apenas nos atraen; la lluvia nos apiña bajo las lonas, en el refugio de los quicios de las puertas y acaba metiéndonos a empujones en un bar atestado. Hacemos un hueco junto a la puerta, pedimos vino, vemos caer la lluvia sobre las terrazas inútiles: otra esperanza que se va por los imbornales…
Don Juan, el abrigo y el pelo mojados, piensa en el campo:
—Aunque ustedes no lo crean, aunque les moleste, la lluvia es buena.
—Pregúnteselo a los vendedores —ironiza uno.
Don Juan, que sigue a Mairena en esto de exprimir los refranes y dichos comunes, cae en lo previsible:
—Nunca llueve a gusto de todos, dice el refrán. Pero se refiere al momento de la lluvia, no a la lluvia misma. La lluvia es la máxima generosidad de la naturaleza; también para ustedes: recorriendo intrincados recovecos, esta agua que ven caer se derramará luego sobre sus cabezas en la ducha de todos los días. También para los vendedores: antes por lo menos vendían más si los agricultores habían tenido buena cosecha.
—Bebamos vino para celebrar el agua —dice el de antes.
Bebemos. Alguien pregunta:
—¿Y a qué viene lo de cervantino? ¿Qué tiene que ver esto con Cervantes?
—Tiene que ver con la condición humana. En las ciudades sumerias, hace cinco mil años, había mercados como este. Cuando fui por primera vez a Nueva York, a pesar del cine, a pesar de los libros, todo me causaba pasmo: menos el mercadillo de Union Square. El mercadillo era igual que cualquier otro en un sitio cualquiera de la tierra. Y los vendedores han sabido aprovechar muy bien las ocasiones para colocar sus productos: romerías, fiestas, partidos de fútbol, celebraciones religiosas. Pocos gremios han demostrado tanta capacidad de adaptación. Cervantes es un pretexto formidable. Y estoy seguro de que a él no le disgustaría: él entendió estupendamente la condición humana.
—Pero ¿a usted no le parece un poco irreverente? ¿No cree que las autoridades deberían apoyar otras cosas?
—No sé lo que deberían apoyar las autoridades: que hagan lo que quieran. Pero sí sé que Cervantes fue un hombre común que llevó una vida más bien baqueteada, siempre a punto de despeñarse hasta la indigencia; que trató con arrieros, trajinantes, buhoneros… se los encontró en caminos y ventas, conocía bien las penas que pasaban, su forma de hablar, el género que vendían, las añagazas con que engatusaban al público; Cervantes frecuentó los mercados callejeros de Sevilla, de Córdoba, de Toledo... Precisamente en la alcaná de Toledo encontró el manuscrito del Quijote: lo confiesa él mismo en el capítulo IX de la primera parte.
—Hombre, don Juan, eso es un recurso literario.
—¡Quién sabe! Lo que no cuenta Cervantes es que encontrara el manuscrito en una biblioteca universitaria o en un archivo catedralicio.
—¿Qué quiere decir?
—Nada. Que Cervantes tuvo más trato con esta gente que con los doctos oficiales y que aprendió muchísimo de ellos. Si resucitara, se sentiría más cómodo aquí que en una ceremonia académica o en un congreso de cervantistas. Y no olviden ustedes que los actos académicos, los congresos, los seminarios, los simposios, son también mercadillos.
—¿Mercadillos?
—Por supuesto. Y no de los más limpios. Se venden en ellos muchas mercancías averiadas o faltas de peso; las romanas y varas de medir no siempre son de ley; y las engañifas para colocar el propio producto... De modo que Cervantes preferiría echar un rato de conversación en estas calles antes que verse adorado por la caterva de cultos que hoy comen de él.
Si lo dice don Juan, que conoce el paño, verdad será.

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