domingo, 6 de marzo de 2016

"Excolarización"

No le preocupa mucho a don Juan la ortografía. Al fin y al cabo, la humanidad se ha pasado cientos de miles de años sin escritura; todavía hoy una gran parte de los seres humanos no sabe escribir; de los que saben, muchos no escriben casi nunca; a bastantes de los que escriben —no hay más que asomarse, ahora, a las redes sociales y, antes, a las cartas de los soldados— las normas ortográficas les traen sin cuidado… y el mundo no ha parado de dar vueltas.
—Pero usted escribe con una ortografía irreprochable…
—¿Y qué? Yo hago lo que me da la gana; que los demás hagan también lo que mejor les cuadre. Allá cada cual.
Aunque vamos estando habituados a las boutades de don Juan, no dejan de sorprendernos
—Entonces ¿apoya usted la anarquía ortográfica?
—No. Soy muy consciente del valor de la ortografía, como de todas las convenciones. La humanidad lo es, en gran medida, porque existen convenciones que, aceptadas por grupos más o menos amplios, constituyen lo que llamamos cultura, o culturas, más bien, o civilizaciones… El tabú del incesto es una convención inconsciente y casi universal; comer con tenedor no lo es tanto; toda religión es un sistema de convenciones —dogmas, ritos, mandatos, prohibiciones— que los creyentes consideran revelados y eternos, pero que, en el caso de los cristianos, por ejemplo, se lograron arduamente en los concilios de Nicea, Constantinopla, Éfeso y Calcedonia. Las convenciones son como la casa de los padres: uno está seguro en ella y bien tratado, pero no puede hacer su santa voluntad; por eso los jóvenes aspiran a marcharse, es decir, a liberarse de las convenciones paternas… y crear otras nuevas. Sin convenciones no se puede vivir.
Como si dijera el culo con las témporas, salta un despistado:
—¿Qué tendrá que ver la ortografía con el credo!
Don Juan lo mira asombrado e irónico, pero contesta paciente:
—La lengua es semejante a la religión: sistema de convenciones. Con objeto de mantener la unidad —también el control del tinglado, a qué negarlo— y evitar descarríos y disidencias, las convenciones se formulan explícitamente por quien puede hacerlo y los fieles o los hablantes aceptan las normas mientras aprecien las ventajas de la unidad de la fe o de la lengua. Cuando prefieren la dispersión, los disidentes no tardan en dotarse de nuevos dogmas o de nuevas normas ortográficas: miren el hindi y el urdu, el serbio y el croata, el gallego y el portugués, el valenciano y el catalán… los católicos y los protestantes.
El despistado no acaba de aterrizar; abre la boca para decir algo; misericordiosamente, don Juan se le adelanta:
—Las cuestiones religiosas han provocado muchas muertes, las ortográficas casi también.
—Pero usted es tolerante.
—En religión más que en ortografía —dice, y sonríe plácidamente.
A don Juan hay que conocerlo. El despistado de antes —que quizá tenga un mal día o lleve ya más copas de las aconsejables— pregunta:
—¿No ha dicho hace un rato lo contrario?
—El castellano es una lengua de muchos millones de hablantes gracias, en gran parte, a la unidad ortográfica. Yo creo que esa unidad es muy valiosa, luego soy partidario del respeto a la ortografía. Soy también partidario de que en los restaurantes se coma con cuchillo y tenedor, pero si en su casa alguien quiere comer a puñados… En el uso privado de la escritura —Twitter, Facebook, WhatsApp incluidos—, que cada uno haga lo que quiera, sí, he dicho antes. En el uso público, prefiero que se acaten las convenciones ortográficas, también prefiero que se acaten las convenciones de urbanidad. Aunque para una y otra cosa dispongo de amplias tragaderas.
—¿Y qué le parece lo de la Delegada de Educación en Córdoba?
—Mal, claro: me parece mal. Pero no por la transgresión ortográfica —ella seguramente no cometerá nunca esa falta de ortografía—, sino porque revela una manera de hacer las cosas desganada, chapucera. Alguien, inadvertidamente, cometió un desliz: carece de importancia. ¿Nadie lo revisó después? ¿Ni el propio autor con el corrector ortográfico? ¿Ni la misma delegada antes de presentarse a los periodistas? Por esa incuria merece el reproche. Cuándo ustedes se visten para un acto importante, ¿no se miran varias veces al espejo? ¿No se someten a la inspección minuciosa de sus señoras? ¿No comprueban que la cremallera vaya subida y centrado el nudo de la corbata?
—Hay quien no se pone corbata.
—Da igual: también se mirará en el espejo y cuidará de no llevar la camisa rota o manchada. Respetará las convenciones de la tribu. Porque todas las tribus tienen convenciones y algunas, aunque se pretendan rompedoras, las tenemos muy vistas.
—¿Por ejemplo?
—¿Recuerdan ustedes los besos soviéticos—apura la copa y no dice más.