domingo, 13 de marzo de 2016

Dos efemérides

Como es natural —así lo decía Fraga—, hemos hablado de Master Chef. A don Juan, criado en otra época, le maravilla el prestigio actual de la cocina, convertida casi en una de las bellas artes, y de los cocineros, ídolos de masas.
—Por algo será —le digo.
—Claro: será por algo; pero no logro adivinar por qué. Quizá la cocina, más o menos al alcance de todo el mundo, se haya convertido en una forma de hedonismo trivial que ciertos avispados aprovechan muy sabiamente en beneficio propio. No lo sé.
Yo tampoco, pero estoy convencido —así lo dice, constantemente y con muletilla antigua, Pablo Iglesias— de que a don Juan le parece bien que estos programas de la televisión se rueden en Almagro y difundan los encantos del pueblo entre las multitudes: a él, nada apocalíptico, no le incomodan las manifestaciones de la cultura de masas: las observa tan solo como signo de los tiempos. Aunque no siempre es fácil interpretar los signos de los tiempos. Ni descifrar el cursi galimatías en que se expresa la tribu gastronómica.
Melancólicamente conscientes de que las dos limitaciones son, en cambio, señas claras de vejez, pasamos a otras cosas. Ya que he mencionado a Pablo Iglesias, le pregunto —a don Juan, claro— por la investidura y alrededores. Hace un mohín de contrariedad: le entristece el sectarismo de ciertos políticos —Qui non est mecum contra me est, et qui non congregat spargit— y la facilidad de mentir con desparpajo.
—El otro día un alemán de Sajonia le dijo a El País que Merkel era igual que Honnecker: estúpida afirmación fruto de la ignorancia. Pero, si Iglesias dice que el Partido Popular y el PSOE son lo mismo o que el Ibex 35 prohíbe a Sánchez pactar con Podemos, ya no es estupidez: es insidia sectaria que busca el reagrupamiento de los propios igualando a todos los ajenos bajo la etiqueta de enemigos. Iglesias se comporta como pastor, sacerdote o imán, no como político. Por eso da besos de la paz a los fieles y abomina de los infieles.
—Cosas de la demagogia. Si la crisis de 2008 se pareció a la de 1929, las consecuencias también se asemejan.
Don Juan me mira por encima de las gafas. Hace un gesto de aprobación.
—Ojalá no lleguen a idénticas —añade pesimista—. Yo imaginaba que en el siglo XXI la política sería competencia limpia de opciones sensatas enjuiciables racionalmente. Pero veo que estamos retrocediendo a las controversias religiosas. Y hay demasiados políticos que se creen mesías.
—Usted repite frecuentemente que la democracia y la libertad, el pensamiento autónomo, no son naturales, que lo natural es el autoritarismo, la creencia y la sumisión.
—Así es. Piense, por ejemplo, en dos acontecimientos que hemos conmemorado recientemente. Sin embargo, daba la impresión de que todo eso ya estaba superado, al menos en Europa.
—¿Dos aniversarios? ¿Recientemente? ¿El 11M y el terremoto de Japón?
—El terremoto de Japón, no: la matanza del 11 de marzo de 2004 y la expulsión de los mudéjares el 12 de febrero de 1502. Del Once de Marzo poco tenemos que hablar, salvo que hubo allí un ovillo de fanatismos y ruindades que convendría revisar ahora que las aguas bajan más serenas. Ni cierta prensa, ni muchos periodistas —algunos gozando todavía de sorprendente e inmerecido prestigio—, ni bastantes políticos salieron limpios de aquello. España salvó entonces la dignidad como país gracias a la policía, a los jueces —¡por una vez!— y a la gente común, sobre todo las víctimas: muertos, heridos, familia, amigos...
—Qué lástima.
—Y qué vergüenza. En cambio, el 12 de febrero de 1502, aunque hubo también enredo de fanatismos, quedó mitigado por buenas dosis de sentido práctico. Ese día, tras la revuelta del Albaicín, los Reyes Católicos ordenaron la expulsión de todos los mudéjares de la Corona de Castilla. No se fue ni uno: se convirtieron sin vacilar al catolicismo. Aquí, en las Cinco Villas del Campo de Calatrava, había bastantes; mandaron una comisión a entrevistarse con los reyes, que estaban en Talavera; y estos, armados de sensatez, les confirmaron los derechos de que venían disfrutando hasta entonces, los equipararon en todo a los cristianos viejos, y les concedieron una moratoria para que se fueran adaptando a la nueva fe, de modo que, si decían o hacían algo contrario a los dogmas y prácticas católicas “por inadvertencia”, la Inquisición no actuaría contra ellos.
—O sea, se aceptaba que la conversión fuera de boquilla.
—Sí. Y funcionó razonablemente bien durante treinta o cuarenta años. Luego las cosas se torcieron, pero ese es otro cantar. Ya lo comentaremos.
Don Juan me deja con la miel en los labios y sin saber a qué atenerme: ¿será partidario de la hipocresía y el disimulo? Cómo si adivinara el pensamiento, concluye:
—Se torcieron por el fanatismo de algún inquisidor que se pasó de celo. Cada uno debería hacer y decir lo que le diera la gana libremente, pero si no es posible, bien están la vista gorda y el fingimiento antes que la intransigencia y el rigor. Hacen menos daño.