domingo, 7 de febrero de 2016

Carnaval

Con los años que tiene, don Juan no está para ruidos ni sobresaltos que alteren las apacibles rutinas por donde va la vida hacia la mar —¡ay!—, cada vez más próxima: evita, pues, los tumultos y aglomeraciones, las fiestas tradicionales, y el vocerío de la multitud. Pero no critica —lo sabemos bien— a quienes piensan y hacen otras cosas: ruido para quien quiera ruido y aglomeración para el que disfrute con ella.
—¿Y por qué no se encierra usted en Navaltizón mientras el carnaval?
—No me gusta meterme en los carnavales; sin embargo, me apetece observarlos a la debida distancia: de todo se aprende. Por cierto, veo que conoce usted a Jorge Manrique —suelta maliciosamente—; eso es bueno; claro que, pasado por el harnero de Pero Grullo, pierde bastante: la mar se acerca para todo el mundo. Si quiere decir que soy viejo, dígalo llanamente: no me voy a enfadar.
Intento excusarme pero no me deja: sonríe, sacude la mano y avienta las disculpas como si fueran paja. Continúa, quizá con la intención de fastidiarme el preámbulo:
—El carnaval —venga la palabra de donde venga— es una fiesta ancestral, interesantísima y muy conveniente para la salud pública de cualquier grupo humano. Cómo se manifiesta y cambia con el tiempo, quiénes llevan la voz cantante, quiénes acompañan y quiénes miran, qué hacen y dónde, con quién se ceban y quién se opone… Viendo el carnaval conocemos una sociedad mejor que leyendo los periódicos.
—Eso sería antes. Ahora todos los carnavales son idénticos.
—Lleva usted razón. Pero tal uniformidad ¿no nos está enseñando que la tierra es una sola ya y bastante aburrida? Antes cada pueblo festejaba el carnaval a su manera, aunque en todas partes sirviera para poner el mundo del revés, quitarnos la cara cotidiana y dejar salir a borbotones los varios demonios que habitan en nosotros y son también nosotros. Los demonios, sueltos, se entregan a la orgía y a la desmesura, se cansan, y regresan domesticados a la majada en que vivirán el resto del año.
—¿Válvula de escape es el carnaval, entonces?
—Entre otras cosas. La iglesia católica, que ha demostrado una inteligencia asombrosa para el dominio de las multitudes, toleró este desorden atávico en la puerta de la cuaresma porque las grandes resacas se compadecen bien con el ascetismo.
—¿Está usted diciendo que la cuaresma, tan morigerada y sobria, no es más que la resaca del carnaval?
—Quién sabe. Pero no es solo la iglesia la que pretende domesticar el carnaval. De un tiempo a esta parte lo intentan también, y con notable éxito, las autoridades civiles. Con tanto éxito que lo han matado.
—¿Matado?
—O castrado: hacerlo inocuo. ¿Dónde se ha visto que un tifón, un terremoto, una erupción volcánica se sometan a horarios y reglas, acepten recompensas por buena conducta, y se avengan a no sacar los pies fuera del tiesto? Pues eso hace el tibio carnaval de ahora: desfiles más ordenados que las procesiones, coreografías escolares, ejercicios previos de bricolaje, corte y confección de indumentarias canónicas, pregones mansos… por unos miles de euros que dan los ayuntamientos. Los carnavaleros peregrinan dóciles de pueblo en pueblo mendigando aguinaldos. Y el espectáculo que ofrecen lo es para todos los públicos.
—Al menos las chicas van ligeras de ropa…
—Tan púdicamente ligeras de ropa que su desnudez excluye cualquier asomo de lujuria.
—Y hay bailes.
—Que también organizan los ayuntamientos con dinero público: mejor lo podrían emplear.
—¿Se está volviendo usted puritano?
—No me pongo puritano. No estoy diciendo que el dinero del carnaval se gaste en misas; ni siquiera en jardinería o alumbrado público. Todo lo contrario: si los ayuntamientos quieren gastar dinero en el carnaval, que se lo gasten en vino y en licores espirituosos; que den culto a Baco, a la embriaguez y al delirio, al desenfreno y a la gula, a la provocación y la desvergüenza; que se ponga el mundo patas arriba y se rompan las reglas. Que la cultura vuelva a revolcarse en la naturaleza, que regrese a la inocencia limpia y feroz de los animales...
En la tertulia se hace el silencio. Algunos —quienes lo conocen menos— se miran con la estupefacción del que asiste a un brote de locura. Don Juan da un trago al whisky y sonríe satisfecho.
—No me tomen en serio. Fíjense tan solo en las caras de aburrimiento que llevan los que van en los desfiles: como si estuvieran en la oficina. ¿No les vendría bien soltarse un poco el pelo? ¡Por lo menos en carnaval!
Hay quién se pregunta si será broma. Yo creo que recuerda la juventud.