jueves, 29 de octubre de 2015

Lecturas de don Juan: 'El desierto verde'

El desierto verde
Eduardo Moga
Editora Regional de Extremadura
Mérida, 2012


Le apetecía a don Juan hablar aquí de la Editora Regional de Extremadura, y encontrar este libro, del que había oído hablar pero nunca había visto. Afortunadamente, se topó con él la semana pasada en una librería de Toledo y mata hoy dos pájaros de un tiro.
La Editora Regional de Extremadura —pese a los vaivenes e injerencias políticas, algunos y algunas bastante llamativos, al menos vistos a distancia— es probablemente la mejor empresa —acepciones 1 y 4 del DRAE— editorial pública de todas las que existen en España. Gracias a ella han alcanzado visibilidad muchos autores de interés, lo que se escribe en Extremadura se ha podido mostrar con dignidad, y el catálogo es diverso, pero coherente, y de nivel más que aceptable. Además, los libros que publica están bien hechos, son atractivos a la vista y al tacto, y muestran como distintivo la reproducción de un objeto que a don Juan le fascina: la famosa nómina de Barcarrota —algún día hablaremos de la tragedia característicamente española que representa la biblioteca de Barcarrota y del milagro de su descubrimiento—. ¿No sería posible aprender? ¿Nuestra Consejera de Educación y Cultura no podría darse una vuelta por allí y que le expliquen? De nada, no las merece.
Respecto al autor, todos los lectores del blog conocen el aprecio que don Juan siente por Eduardo Moga. Es uno de nuestros poetas más sólidos, más arriesgados y menos previsibles. Se toma en serio la poesía y la trabaja como haría un artesano o un artista plástico; es decir, dándole importancia a la poesía misma, no al poeta que la produce. Por eso, cuando tantos poetas se miran constantemente el ombligo, él prueba, persevera, curiosea, estudia, trabaja las múltiples posibilidades de la poesía —técnica y arte— para alumbrar el mundo. Muy pocas veces decepciona y nunca aburre.
En este librito Moga habla de Hoyos, el pueblo de su casa de vacaciones. Son quince poemas más una introducción. El primero de los poemas, en verso, es la puerta del resto, o sea, la puerta del pueblo. Los demás, en prosa, pasan revista a los tópicos veraniegos: el amor sin prisas, los paseos, la piscina, las copas y conversaciones nocturnas, los ruidos rurales, el lento fluir del tiempo, el paisaje, el calor, la casa, la evocación del padre en los propios estragos de la edad... Es decir, nada nuevo ni ignorado. El mérito está en el cómo. Y ahí Moga exhibe recursos seductores y nos trasplanta al pueblo y al verano emocionadamente y con unas pizcas muy sabrosas de ironía.
He aquí un fragmento de "Fonte Santa":
Aquí estoy, viendo a las golondrinas rasguñar el agua con el alfiler de sus picos [el cristal se distiende como una flor destartalada, y se reconcilia luego en ondas, que expiran en delicados alisamientos labiales], o a las palomas torcaces, cuyo plumaje transita del índigo al perla, confundirse con la claridad, o a los gorriones encontrar apoyo en lo inestable, sabiendo que todo saber ha sido derogado, que la conciencia se ha desvanecido en el hecho aritmético de la percepción, y que la plenitud se cifra en el espacio que me separa de la araña que se pasea por el antepecho en que estoy apoyado, y en el caótico refulgir de los chopos, cuyas hojas de diamante se agitan como manos, y en la agónica certeza de que no hay certezas.
 Siete euros cuesta.

domingo, 25 de octubre de 2015

Jueces

Aunque es hijo de juez y yerno de notario, don Juan nunca ha sentido atracción por las denominadas —algo pomposamente— ciencias jurídicas. Lejos de ello, desde chico le ha resultado asombroso, casi perverso, que personas normales decidan drástica y contundentemente sobre las vidas y haciendas de los demás. Y él sabe muy bien hasta qué punto los jueces, fiscales, notarios, abogados, registradores… son personas normales. Quizá quienes hayan tenido la suerte de no tratarlos piensen de otra manera: al fin y al cabo, la justicia se imparte en palacios, los jueces y abogados se visten como curas, y usan un latín que a los profanos se nos hace inextricable; luego parecen un escalón por encima del resto. Pero don Juan los conoce de cerca porque los ha tenido cerca desde la infancia; entre ellos hay de todo —igual que entre los zapateros o los arquitectos—: listos y tontos, trabajadores y vagos, concienzudos y chapuceros, honrados y no tanto. Quizá solo un rasgo los diferencia de la gente común: suelen ser más empollones —no más inteligentes: ya sabemos aquello de los asnos cargados de libros— y más prudentes: pronto aprenden a ser fuertes con los débiles y dóciles con los fuertes.
—Don Juan, a alguien habrá que encomendar la tarea de impartir justicia, ¿o volvemos a que cada cual la haga por su propia mano? Y, puesto que no es fácil llamar a los ángeles, ¡tendremos que recurrir a personas como nosotros...?
—Como nosotros, no: si es posible, mejores.
—Ya me explicará...
—Por lo pronto, afinemos el sistema de acceso. No es razonable que solo se les exija aprobar una oposición para la que, además, los ha preparado otro juez que, muy previsiblemente, no solo les enseñará el temario, sino todas las triquiñuelas convenientes, y los usos y costumbres necesarios para ser aceptados en el clan.
—¿En el clan?
—Claro. Si pervive todavía alguna casta en España, es la de la justicia. Médicos, ingenieros, incluso militares, han experimentado un proceso de aggiornamento más o menos radical y a esos oficios ha venido gente de todas las procedencias sociales. Con los jueces no ha pasado: los jueces pertenecen todos a la misma clase; y los que tienen un origen distinto aspiran a integrarse en ella: si cumplen las normas, lo lograrán; si no, les pasará lo que a Garzón. Por eso, mucho más que por afinidades políticas, ciertas sentencias son tan suavecitas. ¿Qué le cuesta a un juez mostrarse ejemplar cuando juzga a un mindundi? Ahora, cuando juzga a un prócer de las buenas familias…
—¿Y qué más cosas?
—Otras dos por lo menos. La primera, exigirles de verdad que sean responsables, como dice la Constitución. Quien tiene el poder de mandar a cualquiera a la cárcel debe tentarse la ropa antes de cometer una imprudencia. Y la responsabilidad, claro, no deberían exigírsela otros jueces: entre molineros no se maquila. La segunda, pedirles una conducta intachable tanto en la vida privada como en la pública. Eso, obviamente, quiere decir restringirles derechos y libertades; sobre todo, vedarles el derecho, que los demás gozamos, de hacer tonterías.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, insultar al árbitro en un partido de fútbol o saltarse la cola del supermercado.
—Hombre, don Juan, es mero civismo: nadie debería hacerlo.
—Ya. Pero ¿quién no lo ha hecho alguna vez sin menoscabo de la vida profesional? En cambio, si las hace un juez, debería caérsele la cara de vergüenza y, seguidamente, no juzgar más.
—Muy duro es usted.
—¿Y si lo pillaran conduciendo una moto sin llevar el casco y, encima, borracho?
—Me parece más grave.
—Pues hay uno. Dimitió como magistrado del Tribunal Constitucional —que ya era haber llegado alto—, pero sigue en la Audiencia Nacional, y se ofende mucho y se engalla cuando alguien quiere recusarlo para que no juzgue un caso donde sus amigos tienen intereses: dice que, aunque sean sus amigos y les esté naturalmente agradecido, no menguará la imparcialidad que lo caracteriza.
—¡Quién sabe!
—Cualquiera lo sabe. En ningún país civilizado sucedería cosa semejante; ninguna persona con un mínimo de dignidad hubiera dado lugar a esto: discretamente, sin hacer ruido, se hubiera quitado de enmedio. ¿Qué necesidad tiene de que se hable de él?
—Lo mismo digo: ¿qué necesidad tendrá?

jueves, 22 de octubre de 2015

Lecturas de don Juan: 'Para llegar al otro lado'

Para llegar al otro lado
Vladímir Lórchenkov
Nevsky Prospects
Madrid, 2015



Don Juan lo ha dicho aquí alguna vez: internet es una bendición gracias a la cual nos enteramos de cosas que en otros tiempos hubieran permanecido virginalmente ignotas. Tiene, no obstante, esta superabundancia de información una contrapartida obvia: de continuo te restriega en las narices la enciclopédica ignorancia que, unos más y otros menos, todo el mundo padece. Don Juan, que es bien consciente de cuánto desconoce, no le toma en cuenta el recordatorio, y le agradece siempre lo mucho que le enseña. Por ejemplo, hace un mes sabía muy poco de la editorial Nevsky ―algo que había visto en Jot Down sepa Dios cuándo, y nada del escritor Vladímir Lórchenkov ni de esta novela, que ha leído con sumo gusto una de las primeras tardes plomizas del otoño. A internet le debe una vez más haber incrementado un poco el caudal de los saberes.
Nevsky es una modesta y concienzuda editorial asentada en Malasaña, cuyos dueños son una española y un británico, con catálogo muy interesante sobre todo de escritores rusos― y buena distribución, que se define "como un proyecto multilingüístico de traducción, edición e intercambio cultural entre España, Rusia y Reino Unido". Ojalá duren.
Lórchenkov es un escritor moldavo de lengua rusa nacido en 1979, que ha navegado en las procelosas aguas de la implosión soviética y vivido una existencia a la altura de los desbarajustes que produjo.
En Para llegar al otro lado urde una fábula que representa estupendamente la desesperanza de sus paisanos ante el derrumbe de las antiguas seguridades, la decepción de las promesas liberadoras, el hastío por el desgobierno cleptocrático, el pesimismo respecto al futuro de la patria, el ingenio para ir tirando... Y lo hace con sentido del humor, con ironía suave, con episodios descabellados y con simpatía y ternura por los que están abajo. Es decir, por los que, absolutamente ihabilitados para mejorar el mundo a su alrededor, sueñan ―¡pobres ilusos!― con un paraíso al alcance de la mano. Aquí el paraíso es Italia; no la de verdad, claro, sino una Italia idílica en la que no habrá padecimientos ni tribulaciones.
Literariamente no es gran cosa ―¿quizá la traducción?―, pero se pasa un buen rato leyendo este sensatísimo disparate. Y, ahora en papel, uno se entera de cosas que ignoraba y que están ocurriendo a la vuelta de la esquina. Al paso, entiende mejor el fenómeno de las migraciones y de los refugiados, antiguo y universal. Dieciocho euros cuesta la lección.

domingo, 18 de octubre de 2015

Guerra de religión

Don Juan ha cumplido setenta y seis años. Ayer nos invitó a comer ―sencilla pero deliciosamente― en Navaltizón. De regalo le llevamos un facsímil del Lumen ad revelationem Gentium de fray Alonso de Oropesa, que nos ha costado un dineral. Don Juan no es bibliófilo; pero nos agradece el regalo porque últimamente lee mucho sobre las tribulaciones religiosas que asolaron España desde mediados del siglo XIV. Con frecuencia ―a los viejos les pasa―, siente nostalgia de lo que pudo haber sido: ¡Ay si Cartagena, Oropesa, Talavera... hubieran ganado la partida!
―¿Cantones de la Primera República? ―pregunta un amigo con retintín.
Don Juan elude la broma:
―No. Alonso de Cartagena, Alonso de Oropesa, Hernando de Talavera y muchos más fueron españoles inteligentes, cultos y tolerantes que se enfrentaron con argumentos a otros cerriles, y acabaron perdiendo. Si hubieran triunfado, hoy España sería distinta y probablemente mejor. Ya hablaremos de eso.
Comemos y bebemos, damos un repaso a la actualidad, y luego ―alto honor― tomamos café y copas en la biblioteca. En la mesa de trabajo tiene varios libros y un cuaderno de anotaciones. Cuando veo los libros de alguien curioseo disimuladamente. Aquí están la Biblia del Oso que publicó Alfaguara ―llevo dos o tres años buscándola―, el Diálogo de la doctrina cristiana, la Historia de los jerónimos del Padre Sigüenza, el Defensorium de Cartagena, la Sentencia-estatuto de Sarmiento, el Memorial del bachiller Marquillos y ediciones de Espina, Lea, Netanyahu, Castro, Bataillon, un tomo de los Heterodoxos...
Se habla de religión y religiosidad. Alguien nos enseña ―en el teléfono, ese aparato fascinante, milagroso, que está de moda denigrar― una entrada en el Facebook de la Hermandad del Cristo de la Columna de Bolaños. Últimamente se han acumulado en Bolaños varios sucesos desgraciados, algunos con tintes dramáticos. Desde el Paleolítico, en lugar de aceptar que estas cosas pasan sin más, la gente se pregunta por la causa. Y en Bolaños han dado con ella: ¡la coincidencia extraordinaria ―por obras en la ermita― de las imágenes del Cristo de la Columna y la Virgen del Monte en la iglesia parroquial! Los astrólogos proceden lo mismo: de la conjunción de los planetas surgen los hilos que gobiernan la vida de las personas, peleles zarandeados. A nosotros nos parece, claro está, una insensatez descabellada, pero el asunto ha debido alcanzar proporciones considerables puesto que la propia Hermandad ―al fin y al cabo, institución eclesiástica, si bien de carácter subalterno― se ha creído en la obligación de emitir este comunicado, que leemos con asombro. Todos miramos a don Juan. Él se escabulle:
―De teología entiendo poco. Pero las represalias del Dios del Antiguo Testamento son tremendas, y por cualquier minucia; de modo que los feligreses habrán escarmentado en cabeza ajena: ¡a ver si la cercanía forzada del Cristo y la Virgen…!
―¡Don Juan…!
―Lo que quiero decir es que quienes piensan estas simplezas están pensando de manera religiosa: los dioses son seres caprichosos y poderosísimos a los que no conviene contrariar.
―Pero el Dios de los cristianos no es así: Dios es amor.
―Eso dicen. Pero no nos explican por qué, entonces, hay tanto sufrimiento en el mundo.
―El asunto del mal en el mundo es muy complicado.
―Complicadísimo. Sobre todo si se cree en un solo Dios omnipotente, bueno y misericordioso, paternal, que nos ama. Los hombres y mujeres comunes tienen muy difícil encajar una cosa con la otra.
No sabemos qué replicar. Estas cosas, cultivados y racionales como somos, algo descreídos, nos preocupan poco: rara vez pensamos que alguien sobrenatural intervenga en nuestras vidas. Don Juan prosigue:
―El pensamiento religioso ―que no es exactamente igual que la magia o la superstición― ha evolucionado a lo largo del tiempo: de la evidencia de que nuestra suerte no depende siempre de nosotros al interés ―muy comprensible― de congraciarnos con las fuerzas ajenas a nosotros que nos influyen; y, después, a personificarlas y a reducirlas a una.
―Porque es más práctico entenderse con un solo jefe resolutivo que con muchos jefecillos accesorios… ―añade un irreverente.
Don Juan lo mira; no sé si asiente.
―Más adelante, las religiones monoteístas tienden a convertirse en iglesias jerárquicas y burocratizadas con respuesta para todo. Pero bajo la buena capa que todo lo tapa del catolicismo o del islam continúan viviendo y gozando de buena salud bastantes religiones primitivas: animismos, politeísmos, sincretismos varios… Esto de Bolaños es un buen ejemplo. Así que, de alguna manera, estamos asistiendo a un nuevo capítulo en el innumerable sucederse de las guerras de religión. Ganará la iglesia jerárquica, pero no se acabará la disidencia.

jueves, 15 de octubre de 2015

Lecturas de don Juan: 'Girasoles en estación de servicio'

Girasoles en estación de servicio
Jesús Miguel Horcajada
Ediciones en Huida
Sevilla, 2015


Don Juan no pudo asistir el otro día a la presentación del nuevo poemario de Horcajada: era miércoles, a las nueve de la noche... Ni el día ni la hora les iban bien a las costumbres rutinarias de un anciano que se acuesta pronto y se levanta antes que el sol. Sin embargo, claro está, tenía pensado hacerse con el libro. Por eso, le ha dado alegría encontrárselo esta mañana en una librería de Manzanares. Solo había un ejemplar y lo ha comprado de inmediato. No ha tenido tiempo aún de leerlo despacio, pero lo leerá con toda atención y, si le gusta —está casi seguro de que le gustará, publicará aquí un comentario más extenso. Por ahora, solo quiere dejar constancia del hallazgo: significa que el poeta va alcanzando difusión más allá del ámbito local y de la —a veces, vista desde fuera, claustrofóbica— tribu de los poetas.
Por lo demás, en rápido hojeo, ha visto cuatro cosas: la edición, sin ser cosa del otro mundo, es mejor que la de Caridad; los poemas, en la misma línea amorosa —si el amor llega a convertirse en monotema, cansará—, parecen más maduros, más trabajados y más logrados; los apéndices, que llama "Sueños" y "Haikús" —sic—, tienen la destreza de un poeta hecho, y un aire de fascinación y misterio muy sugestivo.
Y la cuarta, una de esas manías que tiene don Juan, difíciles de entender porque ni él mismo las sabe explicar: en la primera ojeada cazó un endecasílabo perfecto, redondo, que justificaría el libro entero: me conviene callar, estar herido. ¿No oyen ustedes a Garcilaso o a Villamediana? Pues no hay nada más que decir.

domingo, 11 de octubre de 2015

12 de octubre

No le gustan a don Juan los puentes. El instinto gregario de la humanidad se manifiesta en ellos con el mismo vigor que en la peregrinación de los musulmanes a la Meca, y con el mismo frenesí de los animales que huyen de un bosque incendiado.
Por la Calle Bonita vamos al refugio provisional del Parador. La calle está en obras, sin duda imprescindibles. Don Juan confía en que, cuando acaben, habrá recuperado el pavimento —un tanto cursi, para qué negarlo— de donde le viene el mote —más cursi aún—, y que aprovecharán para corregir los errores heráldicos, que alguno tenía.
Nada más entrar al Parador advertimos la equivocación; lo llena a rebosar un amplio muestrario de turistas: ancianos nórdicos con aire de haberse fugado de la residencia, niños revoltosos que corretean y gritan sin que los padres se inmuten, indígenas vestidos estrafalariamente, satisfechas pandillas de mujeres cincuentonas cuyos maridos beben con la misma ausencia de moderación que si permanecieran célibes… El Parador se ha soltado hoy el pelo, se ha aplebeyado en chiringuito, en chozo de la feria: el aire recatado, de contención modosa y algo beata que suele revestirlo queda para otro día en aras de hacer caja. A don Juan no le parece mal si esto calma ímpetus privatizadores: en el de Toledo ha visto lo mismo, con el agravante de que allí las hordas de turistas arriesgan la vida en inverosímiles posturas de selfie. Signo de los tiempos será, pero nosotros escapamos a un bar de la ronda en donde los jugadores de dominó hacen menos ruido, y en el que unos cuantos ajedrecistas, callados como estatuas, lucen rostros de cavilosa concentración.
—No piense usted que me molesta el turismo. El turismo es una formidable actividad económica, y la muestra más obvia de uno de los rasgos que genuinamente caracterizan a nuestra época: el acceso de mucha gente a bienes y actividades que antes pertenecían a unos pocos. Aunque en el trayecto se haya perdido calidad, no es motivo suficiente para maldecirlo. Los efectos secundarios de la masificación turística sí me molestan, pero es algo muy fácil de evitar: con quedarme en casa....
—¿Efectos secundarios?
—El ruido, la suciedad, la concurrencia rebañega, el desinterés por lo que se visita... Pero, pensándolo bien, quizá no sean efectos secundarios del turismo, sino carencias educativas elementales. Por ejemplo, ¿qué responderían si preguntáramos a unos cuántos turistas por qué este puente.
—Por la Virgen del Pilar, le contestarían muchos; por el Día de la Hispanidad, dirían otros; y hasta por el de la Guardia Civil...
—¿Y por la Fiesta Nacional? ¿Cuántos españoles saben que mañana es la Fiesta Nacional y por qué? ¿Se imagina usted a algún francés que no sepa qué se celebra el 14 de julio, a un catalán que no conozca el porqué de la Diada, a un mexicano que ignore la razón del 16 de septiembre...? Naturalmente, los franceses, los catalanes o los mexicanos saben estas cosas porque se las enseñan en la escuela, no porque las traigan instaladas de fábrica. Aquí, en cambio, la escuela no se ocupa. Ni nadie.
—Hombre, don Juan: todos los españoles saben que el 12 de octubre se descubrió América...
—No estoy tan seguro —dice con algo de sorna—. Pero, aunque lo sepan, ¿qué consecuencias extraen de ello? ¿En qué nos afecta? ¿Tanta trascendencia tiene para hacer del día la Fiesta Nacional? Estas cosas deberían ser como el catecismo para los católicos, algo archisabido.
Hace una pausa. Enseguida recula. Pregunta:
—¿Sigue habiendo catecismo? ¿Lo aprenden los niños católicos?
—Don Juan, yo ya no voy a la catequesis.
—Son preguntas retóricas. Que los católicos hagan lo que quieran. Pero la formación patriótica de los españoles debería tomarse en serio. ¿Cómo? Haciendo lo mismo que hacen en todos los países. En todos. No dejando esa formación en manos de los ultras.
—Nadie se atreve. Nadie quiere que le llamen facha.
—Circunstancias históricas ya no tan recientes han manchado al patriotismo español de connotaciones negativas. Habría que eliminarlas mediante la formación: el estudio riguroso de la historia pondría las cosas en su sitio. Aunque no será fácil: lea usted la ley que declara Fiesta Nacional el 12 de octubre y verá cuánto titubeo. Algún día lo comentaremos.
De vuelta a casa busco la ley. No me parece mal. Y tiene una virtud: es brevísima.

jueves, 8 de octubre de 2015

Lecturas de don Juan: 'Breve historia de la literatura española'

Breve historia de la literatura española
Carlos Alvar, José-Carlos Mainer y Rosa Navarro
Alianza Editorial
Madrid, 2014


Alianza, en su benemérita colección El libro de bolsillo, ha reeditado un clásico y lo ha puesto al día. Se trata de una breve, pero esencial, historia de la literatura española —añádase en castellano redactada por tres especialistas de indiscutible solvencia: Carlos Alvar que se ocupa de la Edad Media, Rosa Navarro Durán —que tiene a cargo los Siglos de Oro— y José-Carlos Mainer —desde el Neoclasicismo a nuestros días, literalmente—.
El nivel cultural de un país no se mide por el número de superespecialistas en determinadas materias ni por la acumulación de escritores o artistas de primer nivel. Eso, claro está, nunca estorba, pero no es suficiente. Un país es culto cuando una buena parte de los ciudadanos se interesa y entiende asuntos que están fuera de su especialidad o de su ocupación. Por lo tanto, en esos países abundan los manuales que ponen a disposición del público los saberes esenciales de la literatura, del arte, de la ciencia o de la filosofía sin trivializarlos y sin emplear el latín universitario. Este libro entra perfectamente en ese saco: quien quiera hacerse con una síntesis precisa, completa, accesible y bien escrita de nuestra literatura no ha de buscar más. Y para los estudiantes de bachillerato y de los primeros cursos universitarios también vale: les puede servir de prontuario, de libro de consulta, e incluso les ayudará a tener perspectivas amplias que no siempre se ofrecen en la enseñanza reglada. Es decir: sin exagerar nada, este es un libro que eleva el nivel cultural del país.
Además, está muy bien escrito y es barato (catorce euros). Si lo leen —y deberían hacerlo—, deténganse en el prólogo: toca unas cuantas cuestiones básicas —que desbordan el terreno de la literatura— y las expone con una claridad muy de agradecer.



domingo, 4 de octubre de 2015

Francisco de Asís

Aunque no hace frío la tarde, ventosa, es desapacible; por momentos parece que va a llover. Don Juan, fantástico labrador, mira de vez en cuando al cielo con ojos escrutadores e implorantes: si lloviera sería capaz de ponerse a bailar enmedio de la plaza. Para mí, sin embargo, como para todos los que vivimos de espaldas al campo, la lluvia es una pejiguera que no echo de menos hasta que alguna sequía prolongada amenaza con clausurar el grifo del lavabo. Don Juan me mira entre indulgente e irónico; no se molesta en reprenderme.
Hemos dedicado un buen rato a explorar bares buscando el cobijo donde pasar las tardes del invierno, que ya tenemos encima. Conocemos bien casi todos los bares de Almagro, pero no a estas horas —cualquier aficionado a los bares sabe que un bar es muchos bares a lo largo del día—: a estas horas el único bar era el Corregidor. En él hallábamos, además de la querencia animal trabajada durante lustros, buena bebida, buen trato y el mejor calendario: las torres de San Bartolomé, que reflejan el paso del tiempo con precisión astronómica y delicadeza lírica: el cobre de los ladrillos se vela de hollín en el invierno o resplandece de oro en el verano.
A la edad que tenemos —él casi veinte años más— cuesta trabajo mudar de rutinas; en consecuencia, a todos los bares les encontramos taras: incómodos, ruidosos, malolientes —desde que no se fuma, el olor a fritanga de abundantes bares patrios es nauseabundo—, lóbregos, desabastecidos, mal servidos, juveniles, futbolísticos... Al final, acabamos en el Parador. El parador, austero y funcionarial, está limpio, semivacío y bien surtido: para una temporada es aceptable.
—Don Juan, este edificio era un convento: los frailes mezclaban muy sabiamente austeridad y cultivo de placeres que, cuando se olvida la moderación, figuran en la lista de los pecados capitales. Aquí los tendremos que imitar en lo uno y en lo otro.
Don Juan, en quien a veces brota un ramalazo leve de anticlericalismo, pregunta malicioso:
—¿En la lujuria también?
Se regodea un instante como los niños malos en el sobresalto que siempre me causan estas salidas; enseguida continúa evocador.
—Era un convento de franciscanos, sí. Hoy es el día de san Francisco. Mi primera noticia del mínimo y dulce Francisco de Asís fue un poema que el maestro nos leyó, quizá un cuatro de octubre, hace setenta años: Los motivos del lobo. ¿Se acuerda?
Le devuelvo la pequeña maldad:
—Yo no fui a la escuela con usted: soy más joven.
Me mira complacido; “Va aprendiendo”, pensará; prosigue:
Los motivos del lobo es un poema de Rubén Darío inspirado en una famosa florecilla del santo. ¿Se acuerda ahora?
—Vagamente —respondo.
—No es de los mejores poemas de Darío, aunque tiene encanto ingenuo y primitivo. Y el final es mejor que en la florecilla: el lobo no se convierte en perro, no contradice a la naturaleza.
—Algunos dirían lo contrario: la florecilla es mejor porque el lobo se perfecciona.
—Eso creen muchos cándidamente: que la perfección del lobo es el perro, o la del tigre el gato, pero se equivocan. Sobre todo, se equivocan los que quieren convertir a los seres humanos en ángeles y a este mundo en el paraíso. Ninguna de las dos cosas es posible salvo en las mentes ilusas de los milenaristas. Si se fija usted detenidamente, casi nadie ha seguido al pie de la letra las enseñanzas de Nuestro Señor Jesucristo: si alguien se las ha tomado en serio, ha fracasado pronto —el mismo san Francisco— y, si se las ha tomado demasiado en serio, la propia Iglesia le ha parado los pies. Y es bueno que así sea: los seres humanos deben perfeccionarse dentro de su naturaleza, no saliéndose de ella.
—Si usted lo dice... Y, hablando de Franciscos, ¿qué opina de este papa?
—Que es un ejemplo claro de lo dicho. Está poniendo al día a la Iglesia poco a poco, acaso en la estela de Juan XXIII. Y lo está haciendo estupendamente en beneficio de la propia iglesia. Por eso me asombra la admiración que levanta en determinada izquierda que se dice radical: si creen que el papa pretende destruir o debilitar la iglesia van aviados... Y, si no lo creen y lo admiran tanto, es que sueñan con el milenio, con que el lobo se haga perro.


jueves, 1 de octubre de 2015

Lecturas de don Juan: 'De tu tierra'


De tu tierra
(Antología de la poesía manchega entre dos siglos)
Rafael Morales Barba y Ricardo Virtanen (Eds.)
Pre-textos
Valencia, 2015


Don Juan compró el libro como quien compra un melón, a ciegas: venía retractilado y los de la librería —de Ciudad Real: dando facilidades— no le dejaron examinarlo. De entrada no le gustó el título —que más parece reclamo publicitario para vender ajo morado de las Pedroñeras en las Pedroñeras o berenjenas de Almagro a los almagreños—, pero como la editorial es solvente abonó los dieciséis euros sin rechistar. Saliendo a la calle se arrepintió enseguida de la prevención contra el título: tal vez no fuera publicidad pueblerina sino recuerdo de Pavese (Paesi tuoi, traducido por César Palma, y publicado también en Pre-textos como De tu tierra): ojalá.

Pero no: el libro es malo malo malo. Ojo: es malo como antología; de la calidad de los poetas incluidos don Juan no dice nada, porque cada uno tiene la suya —que cualquier lector conoce—, algunos perfectamente contrastada y otros sin pasar de la mediocridad.

¿Por qué es malo como antología? Porque en ningún momento los antólogos exponen ni justifican los objetivos ni los criterios de selección, ni el plan que tienen, ni siquiera —y esto es gordo— qué entienden ellos por poesía manchega o por Mancha o a quién se puede llamar manchego en general... Por ejemplo: de Félix Grande sueltan que es «poeta extremeño», «nacido en Mérida, criado en Tomelloso, pero afincado en Madrid»: ¿en qué quedamos?

Antes, en un prólogo deslavazado, disuasorio, escrito por puro compromiso, con absoluta desatención y redacción impropia no ya de profesores universitarios, sino de estudiantes de la ESO, dicen que este es el «primer volumen», pero no se molestan en indicarnos cuántos habrá, ni qué incluirá cada uno, ni por qué, ni nada de nada.

En fin, una decepción, un cortipega, una faena de aliño, que don Juan lamenta sobre todo por Pre-textos. Quizá porque el editor y el librero podían temérselo, no le han dejado a don Juan comprar el melón a cala y cata.

(Observación: algún lector misericordiosamente atento quizá se pregunte por qué habla don Juan de este libro si le parece tan malo. En efecto, como regla general, don Juan solo lee ya libros que le gustan; los que no le gustan los deja enseguida y no habla de ellos. ¿Por qué de este sí, entonces? Por lo que tiene de síntoma: da la sensación de que con la «poesía manchega» —signifique eso lo que signifique— se puede hacer cualquier cosa, y que ya es bastante haberle ofrecido un púlpito tan vistoso como el de Pre-textos, que no se quejen. Don Juan cree que es pura burla: ¡Señores, un respeto!).