domingo, 22 de noviembre de 2015

"Urco" Domínguez

Urco se llamaba el perro de Marta Domínguez. En los siniestros apuntes de un médico capaz de mejorar el rendimiento de los atletas por métodos no convencionales, Urco es Marta Domínguez, juguete roto.
Pronosticaban un día siberiano, pero la mañana ha venido soleada, tibia, transparente. Don Juan me llamó antes de las nueve y hemos dado un paseo en el campo. Por el camino de Ciudad Real, cinco o seis kilómetros hasta la hoya de Nandín, y otros tantos de vuelta por el camino de los Carros. Muchos ciclistas, con buenas monturas y equipados de competición, nos adelantan o se cruzan con nosotros; también algunos atletas de zancada elástica, quizá entrenándose para pruebas exigentes.
Naturalmente, han salido en la conversación los atentados de París y de Bamako, pero la suspensión de partidos en Bélgica —con histérica exhibición militar— y las medidas de seguridad, mucho más proporcionadas, del llamado —a don Juan le gustaría saber por qué, por quién y desde cuándo— Clásico, nos llevan al deporte. Ya habrá tiempo —este asunto, desgraciadamente, no será moda pasajera— de volver al terrorismo y a la guerra —¿se le podría llamar cruzada?— contra la guerra santa.
Saben ustedes que a don Juan el deporte le interesa muy poco: desde la infancia remota, cuando jugaban rudimentarios y eternos partidos de fútbol en las eras, no lo ha practicado jamás, y ahora sigue, sin entusiasmo, las grandes competiciones tan solo para que nadie lo acuse de vivir en otro mundo.
—El deporte es la religión de nuestro tiempo, la que más fieles tiene: cientos de millones lo practican y miles de millones lo siguen. Como todas las religiones, para algunos es un negocio fabuloso.
—Don Juan, siempre se ha jugado. Ya sabe usted que Huizinga nos llamó homo ludens. Y nuestros parientes animales juegan también.
—Pero el deporte hoy casi nunca es juego; más bien es todo lo contrario del juego, aunque se diga, con evidente inexactitud, que los futbolistas juegan al fútbol. El juego es una actividad placentera que carece de cualquier fin que no sea el juego mismo; las reglas del juego, aun existiendo, son difusas, acordadas por los jugadores, y susceptibles de cambios según el tiempo, el lugar o el humor de quienes juegan. Y, desde luego, nadie se entrena para jugar: las destrezas o habilidades de cada jugador se perfeccionan jugando. En cambio, el deporte es una ocupación férreamente reglada, muchas veces trabajosa y ardua, y con fines utilitarios, ajenos al propio deporte. El deporte exige sacrificios que el juego no toleraría: entrenamientos monótonos y constantes, dietas y normas de vida monacales, equipamientos carísimos, instalaciones sofisticadas, organización burocrática… Si quiere apreciar las diferencias entre juego y deporte, mire a los niños jugar espontáneamente en el parque y luego obsérvelos, cualquier sábado por la mañana, en los partidos del deporte escolar. Y, sobre todo, mire a los padres.
—Los padres quieren lo mejor para los hijos: que no anden en malos pasos y que se hagan ricos.
—Que no anden en malos pasos… Me cuesta mucho trabajo creer que el deporte sea educativo. Lo cree sinceramente la mayoría de la población; lo creen las autoridades políticas, sanitarias, docentes; lo creen los medios de comunicación… Lo cree todo el mundo y, como lo cree todo el mundo, se destinan al deporte ingentes cantidades de dinero. Pero a mí me cuesta mucho trabajo creerlo. Me cuesta, incluso, creer que el deporte sea bueno. Al menos, la obsesión por el deporte.
—Siempre exagera, don Juan.
—En este caso, no. El juego y el ejercicio físico moderado son imprescindibles para la buena salud mental y física. El deporte, mucho menos. Entre el juego y el deporte hay la misma diferencia que entre la religión popular y las iglesias jerárquicas. Mire, si no, cómo aceptan los deportistas las reglas que se les imponen, sin crítica ninguna, con un entusiasmo bastante irracional.
—Como lo oyeran…
—Esto no saldrá de aquí. Y están los fanáticos. Los fanáticos religiosos se ponen cilicios; los fanáticos deportivos se dopan.
—Se dopan muy pocos. El dopaje cada vez está peor visto y más perseguido.
—Ojalá. Pero mire a Marta Domínguez: un trasto viejo. Quienes la jalearon —y fueron muchos en la prensa de la caverna— ahora no quieren saber nada de ella. Pobre mujer.
Don Juan tiene estas cosas: no hace nunca leña del árbol caído. Los árboles caídos le dan mucha lástima.

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