domingo, 23 de agosto de 2015

La Noche de San Bartolomé

Las conversaciones con don Juan son como todas las conversaciones de amigos: espontáneas, relajadas y sin propósito determinado —el único propósito es la propia conversación—. Pero, como todas las conversaciones de amigos, están también sujetas a unas pocas reglas tácitas que las hacen discurrir por cauces previsibles. Así, muy rara vez tratamos temas personales; nunca damos pábulo a cotilleos; mantenemos siempre un tono formal del que no están excluidos el humor ni la ironía —incluso la muy ácida—, pero sí la vulgaridad; salvo que sean peripatéticas, y a menudo lo son, van indefectiblemente maridadas —Dios me perdone la cursilería gastronómica— con bebidas alcohólicas que varían de tipo y graduación según las horas y las estaciones, pero cuyo repertorio es muy limitado: martini, vino, coñá, whisky, rara vez ginebra… ¿Los temas? Ustedes los han visto, numerosos y de desigual interés: la política, la historia, la literatura, el arte, la actualidad, la naturaleza… las mujeres —en franca retirada— y los asuntos de Almagro, sean los que sean.
Don Juan sabe mucho de muchas cosas; a su edad mantiene todavía una curiosidad insaciable; hay pocos asuntos de los que no pueda decir algo original o nuevo para los interlocutores. Sin embargo, no es pedante ni dogmático, y no tiene ninguna voluntad de influir en la manera de pensar o en los comportamientos ajenos. Respeta a todas las personas, pero no respeta todas las opiniones. Las opiniones que no le parecen respetables tampoco le molestan: no hace asunto de ellas; de las que se lo parecen está dispuesto a discutir interminablemente —yo creo que experimenta un placer deportivo en la discusión: como los tenistas reciben y devuelven pelotazos, él lanza o rechaza argumentos—, siempre que se guarden las reglas del juego dialéctico. Mientras dura la discusión, no es fácil que se apee del burro, pero una vez terminada le incomodan las certezas mucho más que las dudas.
Si nos ven ustedes por casualidad en la plaza, o nos vieron —¡ay!— en las tardes invernales del Corregidor, observarán en don Juan los ademanes pausados, la voz de bajo que los años no han logrado quebrar, la indumentaria cuidadísima, la cortesía algo antigua... y en quienes le hacemos corro, las caras atentas. Acérquense si quieren y pongan el oído —a él no le importa—: al poco rato sabrán más de lo que sabían. Por ejemplo, la otra tarde estábamos hablando de la Feria, que ya está encima; en la mesa el periódico voceaba infructuoso los grises titulares del día; don Juan se fijó en uno: el boicó a cierto cantante en un festival de Castellón:
—La noche del 23 al 24 de agosto de 1572 los católicos franceses —tal vez instigados por Catalina de Médici, la reina madre— empezaron a matar protestantes franceses con un entusiasmo y una crueldad que escandalizaron a los más sensatos. Las matanzas se extendieron por toda Francia y duraron hasta bien entrado el otoño. No hay cuenta exacta del número de víctimas, pero algún historiador dice que los cristianos mataron entonces a más cristianos que el mismo emperador Diocleciano en el siglo III. Se cuenta también que el papa Gregorio XIII celebró un tedeum por la carnicería. Hoy podemos pensar que lo que allí se ventilaba no era religioso sino político; puede ser: pero las gentes sencillas que en aquel frenesí mataban a sus vecinos lo hacían por la fe católica, aunque estuvieran equivocados o incluso manipulados por los gerifaltes políticos, también católicos.
—¿A qué viene eso, don Juan? —pregunta un amigo, sinceramente católico—. ¿Es que los protestantes no han matado nunca?
—Claro que han matado: con igual entusiasmo. Recuerde a Calvino. Pero recuerde, sobre todo, a Castellio, que le dijo aquello de que matar a un hombre no será nunca defender una doctrina, será siempre matar a un hombre.
—Pero ahora no se mata —digo yo.
—Donde no se puede. Donde se puede, sí. Que se lo pregunten a las víctimas del Estado Islámico. Y algunos, aunque no maten, conservan casi la misma intolerancia de los que mataban. Lea usted aquí: a este pobre muchacho judío lo tratan como lo hubiera tratado un Torquemada pulido por el aggiornamento.
—¿Adónde va, don Juan?
—Adonde Castellio. Y a que se puede matar de muchas maneras.

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