domingo, 19 de julio de 2015

Marta la piadosa

Ayer sábado, 18 de julio (lagarto lagarto), don Juan, un matrimonio amigo, mi esposa y yo fuimos a ver Marta la piadosa en el Espacio Narros, es decir, en la plaza de Santo Domingo. A don Juan, que se fija en todo y a todo le saca punta, los nombres de los espacios del Festival y ciertos rasgos de su retórica no dejan de darle juego para algunas pullas sin mala intención. Por ejemplo, el Áurea, bonito acrónimo si no estuviera plagado de obviedades: renacentista, como si la hubiera barroca; de Almagro, como si cupieran dudas... o el aviso que dan antes de las funciones Apaguen sus teléfonos móviles...—, donde claramente rechinan el sus y el móviles. Pero no hablaremos de eso hoy ni de los textos de los programas, ampulosos e inanes. Otra vez será.
La representación, aunque sin llegar a la excelencia, estuvo bien: tal vez porque duró lo justo y se mantuvo en lo esencial. El lío de sillas y los tropezones de los actores quizá sobraran, lo mismo que la música de Semana Santa; pero se les perdona porque la noche era espléndida y uno podía mirar el espectáculo del cielo estrellado si quería olvidar lo que pasaba en la escena.
A las salida, mientras tomamos una copa en la plaza, don Juan comenta la obra: alaba las cualidades de Tirso como versificador y como creador de tipos femeninos; el sentido del humor, la habilidad para enredar y desenredar argumentos, y la desenvoltura, siendo fraile, en el trato atrevido de temas escabrosos.
Si bien se mira dice en conclusión, lo que acabamos de ver es un escándalo: Marta no duda en acometer un fingimiento irreverente para lograr sus propósitos amorosos y no recibe reproche ninguno; es más: se sale con la suya. Parece como si el fin justificara los medios.
Hombre, don Juan, se trata de una broma: el espectador lo sabe desde el principio.
Sí, claro. Pero es una broma católica. El catolicismo el catolicismo español, muy especialmente— no considera imprescindible acomodar los comportamientos a la fe: mientras se crean ciertas cosas y se cumplan ciertos ritos todo está permitido.
Generaliza usted, don Juan —dice el amigo, algo escamado.
Evidentemente. Y no quisiera herir susceptibilidades. Pero lo cierto es que en los últimos quinientos años se han producido dos revoluciones en Europa que a nosotros nos han afectado solo de refilón: la Reforma Protestante, que propugnaba una piedad interior poco amiga de exhibicionismos; y la Revolución Francesa, que ahondando en esa línea de la religión como asunto íntimo, trajo la separación de la Iglesia y el Estado.
Ambas produjeron mucho dolor —me atrevo a apuntar.
¿Quién lo duda? La primera, las guerras de religión y fanatismos de diverso tipo en los que no siempre los católicos se llevaron la palma; la segunda, innumerables muertes, tropelías, excesos y personajes repugnantes como el famoso Robespierre. Incluso muchas veces la religión era mero pretexto para otras cosas. Pero el balance de ambas es positivo. Ahora nos parece monstruoso que se pueda imponer la religión por la fuerza y, casi —por desgracia, todavía no sobra el casi— también, que el Estado se someta a los dictados de cualquier Iglesia. Sin embargo, quedan muchos lugares en el mundo donde siguen pasando ambas cosas: y no hay que irse a Irán o a Arabia Saudita; basta quedarse en Grecia o en Rusia. Incluso, de alguna manera, en la misma España.
En España, no —retruca el que antes se escamaba.
Confórmese usted con decir —replica don Juan— que en España menos que en otras partes. Desde luego, no parece probable que aquí se pueda producir algo parecido a lo que sucedió en Sbrenica hace veinte años donde serbios ortodoxos mataron sin ningún pudor a varios miles de bosniacos por el simple hecho de que eran musulmanes. Pero que los católicos españoles se ven a sí mismos como los españoles por antonomasia me parece indudable. Y, por ello, sin mala intención y sin darse cuenta, creen que están en el derecho de ocupar a su antojo los espacios públicos.
Se va haciendo tarde. Las copas están agotadas. Pagamos y nos vamos cada uno a nuestra casa. Viniendo a la mía, me acuerdo —no sé por qué— de que esta tarde estaban en la plaza vendiendo papeletas del coche de la Virgen. ¿Le habrán pedido permiso a alguien? ¿Habrán pensado en que, a lo mejor, la organización del Festival tiene acuerdos con otras marcas de automóviles para hacer propaganda? ¿Se les habrá ocurrido que, quizá, los visitantes extranjeros puedan sentir alguna extrañeza ante estas manifestaciones religiosas? Estoy seguro de que no, que lo hacen con la mejor intención.

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