domingo, 12 de julio de 2015

14 de julio

Hoy es 12 de julio, domingo: ya lo sé. Pero el martes próximo será 14, el día de la fiesta nacional de Francia, en que se conmemora el comienzo oficial de la Revolución. Hace unos meses, en la Semana Santa, don Juan dijo que a él le gustaría vivir en un estado laico de verdad, como Francia. Y apuntaba que a los españoles nos costará alcanzarlo por tres razones: porque no hicimos la revolución que hicieron los franceses, porque hay un componente musulmán en nuestra cultura que nos impide distinguir bien lo civil de lo religioso, y porque las autoridades se han esforzado poco en cambiar las cosas. Un amable comentarista del blog nos recordó los aspectos siniestros de la Revolución Francesa, innegables, y don Juan se comprometió a hablar de ello cuando hubiera ocasión. Yo creo que la ocasión ha llegado. Sin embargo, no sé si será fácil que don Juan me dedique un hoy un poco de tiempo.
Estamos comiendo en un restaurante de los alrededores de Almagro. Afuera el calor es infernal, de plaga bíblica; dentro hace un frío siberiano que obliga a las mujeres a suspirar por las medias y a buscar desesperadamente con qué taparse los hombros. Don Juan, imperturbable, vino con chaqueta y con chaqueta se mantiene. En la comida hay bastante gente; se habla de lo que suele hablarse en estos casos; pronto la conversación es un archipiélago de charlas muy tenuemente interconectadas. Unos hablan de Grecia. A don Juan le asombra que gente inteligente, casi siempre sensata, se quede en detalles superficiales, incurra en errores históricos de bulto y, sin reparar en los matices, no entienda la metáfora del aire acondicionado: malo es el calor sofocante, pero no es razonable combatirlo con un frío que asustaría a los exploradores polares.
—¿Qué quiere decir, don Juan? —le pregunta un amigo.
—Que en esto, como en casi todo, haría falta menos griterío y más diálogo, menos soberbia y más humildad. A los griegos les convendría saber que los principales causantes de sus males son ellos mismos, que las deudas se pagan, y que no es bueno engallarse con los acreedores; y a estos, que no es prudente asfixiar al deudor ni llevarlo a la desesperación.
—¿Y el referéndum?
—El referéndum es demagogia de Tsipras. Parece mentira que tantos españoles de cierta edad lo hayan elevado a lo más alto de la democracia cuando los viejos bien sabemos que es un recurso típico de las dictaduras, que generalmente lo gana quien lo convoca, que en una semana no da tiempo a que la ciudadanía se forme una opinión responsable, que la pregunta era absurda, y el resultado absolutamente irrelevante. A los demagogos, que suelen ser buenos actores, les gustan los gestos teatrales; el público aplaude entusiasmado, pero al acabar la función todo continúa igual. Un político serio habría planteado una pregunta decisiva: ¿En Europa, cumpliendo las reglas sin hacer trampas, o fuera de Europa, aguantando los rigores de la intemperie? O bien hubiera negociado con tenacidad e inteligencia, sin echar sobre los hombros de sus conciudadanos responsabilidades que solo le corresponden a él.
—Pero la troika tampoco ha dado muchas pruebas de sensatez...
—No, desde luego. En Europa hace tiempo que tenemos gobernantes mediocres, sin vocación de estadistas y sin otra perspectiva que la fecha de las próximas elecciones. Y los organismos internacionales están copados por enjambres de tecnócratas doctrinarios que se creen dioses porque a nadie tienen que dar cuenta de lo que hacen.
—Pues estamos apañados —dice alguien.
—Estamos como casi siempre en la historia de la humanidad. Intente hacer una lista de gobernantes europeos excepcionales en los últimos dos mil años: le sobrarán dedos de las manos. Lo normal es que los gobernantes sean como el resto de la gente: grises. Ahora cabe esperar que no sean peores: demasiado tontos, demasiado ciegos, o demasiado pérfidos. Si Tsipras no hace muchas bobadas, se llegará a un acuerdo que, como todos los acuerdos, implicará cesiones. Los griegos habrán de pagar los impuestos que ahora no pagan, deberán tener un ejército como les corresponde, un sistema sensato de jubilaciones... y una iglesia que se retire a los templos y monasterios y renuncie a privilegios arcaicos y a querer influir en la política. Y los acreedores aflojarán un poco, si es que quieren cobrar.
—El mal menor.
—Naturalmente.
Entre unas cosas y otras, yo me quedo sin poder decir nada de la Revolución Francesa. A la salida, otra vez cociéndonos en el calor sahariano, don Juan se pone el sombrero; antes de montarse en el coche que maneja la hija, me tranquiliza:
—El próximo domingo, salvo catástrofe, hablaremos de Francia. Y de Sbrenica.

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