domingo, 21 de junio de 2015

Las Minillas

Unos cinco kilómetros al oeste de Almagro están las Minillas. Don Juan, a quien los topónimos, los mapas antiguos y los restos de otros tiempos le interesan mucho, siente fascinación por ellas desde que las conoció, hace más de veinte años. Me invita a que lo acompañe hoy, primer día del verano, a echarles un vistazo, convencido como está de que en poco tiempo nadie conservará memoria de ellas. Le advierto que hará calor, pero él replica que el calor se combate madrugando, que si me da pereza me quede en la cama, que él irá de todas formas y ya me contará. Como no me voy a achicar ante un anciano, decido acompañarlo.
Antes de las siete de la mañana está en la puerta de mi casa. Calza recias botas de cuero, lleva pantalones de loneta, camisa de manga corta, sombrero de paja, y una garrota fina, elegante, de señorito, que desentona del resto del atuendo. Por la calle de Santa Ana buscamos el camino del Villar. Cuando salimos del pueblo, el sol a nuestras espaldas está ya alto y empapa de oro el paisaje, que es limpio y luminoso, exultante. No extraña que los antiguos se postraran ante este sol espléndido que regala la bendición de la luz con generosidad inagotable. En las rastrojeras huele a bálago húmedo de relente. Don Juan camina rápido, balanceando el bastón sin apoyarlo en la tierra. Conoce todos los pájaros por la voz o por el vuelo —cogujadas, tórtolas, alcaudones, abubillas, abejarucos, aguiluchos, y hasta el reclamo huidizo del alcaraván que se escabulle entre los olivos—, sabe el nombre de todas las plantas, inspecciona los cultivos con ojos de perito: su erudición asombra pero no abruma, porque —lo mismo que el sol— derrama los conocimientos sin pedantería ni jactancia. Al llegar a la autovía tomamos el camino de servicio hasta la rotonda y, en ella, la carretera antigua de Ciudad Real; saltamos la autovía y ascendemos a un cerrillo donde hay una majada ruinosa de la que se han apoderado pardillos y collalbas. Paramos un rato a mirar el paisaje: el cielo azul pálido se vuelve casi blanco en la línea del horizonte; la visibilidad es formidable; don Juan hace puntero del bastón y me va señalando en círculo las cosas que se ven: la Calderina, Fuentelfresno, Villarrubia, las Tablas, la sierra de Herencia, la llanura interminable de la Mancha que se adivina detrás de Manzanares, sierra Prieta, la sierra del Moral, la Yezosa, Cuevas Negras, la Cornudilla, la Atalaya, el Aljibe del Toro, Alarcos, Ciudad Real y Miguelturra, la Plaza de los Moros...
Dejamos la majada; caminamos un poco hacia el sur y estamos en las Minillas. Yo no las veo. Don Juan anda en silencio, pisando los cardos; lo sigo sin decir nada, hasta que me señala unos agujeros en el suelo, pozos circulares formados de piedras toscamente apiladas.
—Asómese sin miedo y mire lo que hay dentro.
Yo que, por el nombre, esperaba vestigios minerales, veo en el fondo, oscuro y limpio, un espejo de agua. Lo constato con asombro infantil:
—Hay agua.
—En efecto, es agua. La palabra mina tiene en nuestra lengua muchos significados; uno de ellos es este: la excavación que se hace para obtener agua. En estas tierras el agua ha sido siempre un bien escaso y mal repartido; conseguirla y conservarla es necesidad primordial. Cuando se puede se excavan pozos; y, si no, se hacen aljibes. Aquí alguien excavó una trinchera de cien metros de largo y metro y medio de hondo adaptándose a las condiciones de la roca, que está muy somera; la llenó de piedras y abrió entre ellas diez o doce bocas o pozos por los que aflora el agua. En el invierno se acumula; las piedras la protegen de la luz y mitigan la evaporación; el agua dura hasta lo más tórrido del verano: ¿no es maravilloso?
—¿Quién hizo esto, don Juan?
—No lo sé. No he encontrado nada escrito en ningún sitio. Alguna vez le he preguntado a un pastor o a un tractorista y tampoco saben nada. Pero la técnica es antiquísima, de origen prehistórico, aunque esto se construyera antes de ayer. Ya nadie las usa ni las cuida; algunos pozos se están hundiendo: dentro de nada no existirán.
A las once —las nueve, hora del sol— estamos ya en Almagro. Da tiempo a ducharse y salir a la plaza a tomar el vermú. Durante todo el día me bulle una pregunta: ¿Alguien sabe algo de las Minillas?

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