domingo, 1 de marzo de 2015

Arquitecturas

Hoy llevan a la Virgen al santuario: Almagro está vacío. Don Juan, que es poco religioso, tiene gran respeto por las personas religiosas —por las religiones, menos, y ninguno por los que quieren imponer su religión— y mucha curiosidad por las prácticas religiosas, un fenómeno humano de carácter casi general que da buenas pistas para entender los grupos sociales. Por eso hubiera querido acompañar a la Virgen y a los romeros hasta las Nieves; sin embargo, a mí me ha surgido un pequeño contratiempo que ha hecho imposible su propósito. De modo que aquí estamos, en el pueblo desierto, vagando como fantasmas por calles de puertas cerradas en que las únicas formas de vida son las aves del cielo y algún gato que se despereza indiferente a nuestro paso. En los pocos bares abiertos, ejemplo de optimismo, desganados turistas andaluces matan la tarde a tragos de gintónics, y camareros aburridos se entretienen con el fútbol de la tele. Ninguna de las dos cosas nos seduce.
Damos un paseo. Sin haberlo pensado, estamos en la calle de las Cruces. Don Juan se acuerda del mirador que hubo en el número nueve, una pequeña maravilla de Fisac que la ignorancia municipal o el exceso de celo ordenancista o el cobro mezquino de deudas antiguas —o las tres cosas a la vez— abolieron expeditivamente. La tarde se pone elegíaca.
Don Juan, los pueblos son como las personas: a lo largo de la vida se pierden cosas y se ganan cosas. Vaya lo uno por lo otro.
Sí, claro, pero hay que ver lo que se pierde y lo que se gana. Yo no quiero que Almagro se convierta en un fósil para deleite de arqueólogos ni en un parque temático que abre cuando llegan los turistas, cierra cuando se van y es una caricatura triste de la vida como lo son los animales disecados. Quiero que Almagro siga siendo un pueblo, es decir, un ámbito cálido, acogedor, hospitalario para las gentes que aquí viven y seductor para los que venimos de vez en cuando.
Lo es, don Juan. Por eso yo vivo aquí y usted viene casi todas las semanas.
Lleva usted razón. Yo vengo por mi hija y por mis nietos, pero si vivieran en otro sitio no sé si los visitaría tan a menudo. Aun así, a veces pienso que los almagreños —vaya usted a saber por qué— valoran poco lo que tienen. Les pasa como a las gentes de mi pueblo cuando llegó el plástico, hará cincuenta o sesenta años: cambiaron los lebrillos, las orzas, las cazuelas, los cántaros por recipientes industriales sin alma. Y hasta el cura trocó, a pelo, leccionarios por cubos de fregona. Era lo moderno: los espabilados se aprovecharon de ello.
No sé que objetar viendo algunas casas que nos salen al paso, dignas de Alcorcón o de cierto pueblo que nos pilla más cerca.
Las ciudades tienen que renovarse, las casas tienen que renovarse. Así ha sido siempre: si las familias son distintas, las casas deben ser distintas; si no hay ya bestias, no tiene que haber cuadras; si tenemos calefacción, la casa no ha que girar alrededor de la cocina; habiendo cuartos de baño, el corral nos hace menos falta... Pero ¿qué trabajo cuesta cambiar con gusto? ¿Por qué no elegir bien los modelos? ¿Por qué, en lugar de escamochar el árbol, no lo vamos guiando armoniosamente?
Llegamos a un barrio de adosados en que don Juan no sabe qué lamentar más: si la unanimidad militar de casi todas las viviendas o el esfuerzo lastimoso de alguna por diferenciarse del resto. Huyendo del horror, vamos hacia la plaza.
Muchas casas de Almagro, vacías, se caen. Tienen la culpa la dejadez de muchos, la codicia de alguno, la ignorancia. Las autoridades deberían hacer algo para compaginar conservación con renovación. En otras partes se ha hecho: aprendamos. Pero siempre ha habido ciudadanos conscientes que, por su cuenta y sin estímulo, obran bien: propietarios que no se dejan seducir por la especulación, gentes de buen gusto, arquitectos que conocen su oficio. Ahora también los hay. Gracias a ellos, Almagro perdura.
Y don Juan me pone ejemplos: en la calle de Santa Ana, en la de la Clavería, en la de la Azucena, en San Pedro... Levadura evangélica, dice.
Ojalá fermente y comunique su fuerza a toda la masa.

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P. S.: Al despedirnos le digo a don Juan que el martes pasado el blog alcanzó las 1.000 visitas. No parece darle gran importancia, pero yo sí: Muchas gracias a todos los que nos soportan. Que Dios les premie esta obra de misericordia.


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