domingo, 11 de enero de 2015

Perfunctorio

Don Juan dice a veces extrañas palabras que yo no he oído ni leído nunca. Al principio tenía la sensación de que se las inventaba, pero ya sé que no: muchas las he conservado cuidadosamente en la memoria o las he apuntado subrepticiamente en un papel para consultarlas luego; ahora, si sale alguna de ellas, la busco enseguida —con obvio disgusto de don Juan, pues él usa el aparato de tarde en tarde y nunca en público— en el teléfono, ese gran invento: todas están. El empleo de palabras cultas, la dicción perfecta, y la sintaxis ágil dan a la charla de don un Juan un aire profesoral que alguien podría considerar pedante. No es así: las palabras de don Juan nunca son adornos y su sintaxis jamás cae en el amaneramiento ni en la floritura, menos aún en esas pomposidades hinchadas y vacías tan del gusto de los periodistas y de los cronistas locales. El principal propósito de don Juan, logrado siempre, es la precisión, que, a su juicio, es hermana de la claridad y de la elegancia, y no está reñida con la llaneza. Y esa manera de hablar, quizá por infrecuente, seduce a los auditorios; a mí, desde luego; pero también a la gente que se sienta casualmente en las mesas vecinas, y pone el oído con interés; o al público de sus conferencias, igual si está compuesto de maduros intelectuales que si se trata de estudiantes cimarrones traídos a regañadientes.
La palabra que suelta hoy, sin despeinarse, es perfunctorio. El DRAE, consultado de tapadillo en el teléfono, explica que perfunctorio es lo "hecho sin cuidado, a la ligera".
—Algunos artículos de Arte y pensamiento son perfunctorios.
Lo dice sin énfasis; y, al decirlo, no solo está diciendo que se han hecho a la ligera y con descuido, está diciendo también que, de haber puesto atención, habrían salido estupendos. La distancia entre lo bien hecho y lo mal hecho es en ocasiones mínima, delgadísima: la que va entre elegir la palabra exacta u otra aproximada, al tuntún. Lo compruebo estos días en que mucha gente llama ataque al atentado de París y atacantes a los terroristas: un atentado es un ataque, desde luego, como una cuna es un mueble; pero nadie diría que acuesta a su hijo en un mueble, y si lo dijera nos extrañaría por inexacto, o sea, por mal dicho.
Don Juan hace un inventario de pequeñas manchas que demuestran lo perfunctorio de algunos artículos. Yo no lo voy a repetir aquí, porque la mayoría de los lectores no las habrá percibido, tan chicas son; pero para don Juan, ya lo sabemos, los detalles son todo.
—Habrá también cosas buenas, don Juan; lo dijo usted el otro día...
—Claro que las hay, muchísimas. Mire usted: de los diecisiete artículos de la revista, sin contar el editorial, cuatro o cinco (el de Isidro Hidalgo, el de Inocente Blanco, el de José María López de Zuazo, el de Julia Alonso...) tienen tanta profundidad técnica que solo los especialistas podrán juzgarlos: yo no me atrevo, pero sé que elevan la categoría de la revista y que cabrían en alguna de las llamadas científicas. De los divulgativos, aprendemos cosas que no sabíamos en los de Manuel Ciudad, Concepción Moya, Araceli Monescillo, Francisco del Río, Francisco J. Martínez, Olga Alarcón, Críspulo Coronel... De los que tienen mayor carácter literario o ensayístico, es bueno el de Francisco Romero y me ha resultado chocante el de Pedro Torres...
—¿Por qué, don Juan?
—Porque no se suele escribir así en Almagro, con ese descaro provocativo. Creo, sin embargo, que carga demasiado las tintas en lo de los Fúcares: todos los almagreños saben que no anduvieron por aquí y que eran unos aprovechados, lo que pasa es que se lo callan para dar a su pueblo un aire cosmopolita y aristocrático: le tirarán de las orejas por decir que el rey está desnudo. Y hacía falta reivindicar a Mateo Alemán.
—Siga, don Juan.
—De Alemán hablaremos otro día; y de Bléiberg, que fue un gran profesor y un buen poeta. Yo llegué a tratarlo y le oí muchas conferencias...
Don Juan se queda un rato en suspenso, como si hubiera perdido el hilo o como si evocara los días luminosos del pasado. Luego dice, también sin énfasis:
No me han gustado los de Arcadio Calvo, Juan Castell y Manolita Espinosa.
Hago un gesto de extrañeza: al menos dos de ellos son vacas sagradas de la intelectualidad almagreña.
—Por cuestiones formales. El de Arcadio Calvo está muy mal escrito, con abundantes solecismos, algún anacoluto y no pocas cacografías —miro en el teléfono: solecismo, falta de sintaxis; anacoluto, inconsecuencia en la construcción del discurso; cacografía, falta de ortografía—; el de Manolita Espinosa, y yo aprecio muchísimo a Manolita Espinosa que es la primera figura intelectual de Almagro, está muy bien para dicho, pero para leído es deslavazado e inconsistente; y la prosa de Juan Castell es arcaica y no llega a pastiche, leyéndolo me he acordado de Ricardo León. Usted no sabe quién fue Ricardo León, ¿verdad?
—No, don Juan.
—Pues sus bisabuelos lo leyeron con arrobo.

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