martes, 23 de diciembre de 2014

Belén

Dice La tribuna de Méndez Pozo que la Navidad es una fiesta "tradicional y entrañable". Por haber contratado a un periodista capaz de adjetivar así, tanto o más que por sus enjuagues urbanísticos en Burgos y otras partes, a Méndez Pozo habría que imponerle una cuantiosa multa. Pero vayamos a lo nuestro.
Don Juan pasa este año las navidades con su hija. Estará aquí cuatro o cinco días, de modo que tendremos tiempo de pasear, de darle a la lengua sin cortapisas y de tomarnos algunas copas en los bares del pueblo.
Esta tarde, obedeciendo a la costumbre, hemos ido al belén de la iglesia de San Blas. Nada más entrar en la calle Compañía, don Juan se fija en los bolardos recién puestos —aunque a mí me da que son los mismos que hubo, efímeros, en el callejón de las Ánimas—.
—Los bolardos, además de afear la calle e incordiar a los viandantes, son, querido amigo, una confesión de incapacidad: como nuestro ayuntamiento no puede evitar que los automovilistas —más bien las automovilistas que traen los niños a catequesis— incumplan la prohibición de aparcar, y como no quiere ganarse su enemistad sancionándolos —porque dentro de cinco meses habrá elecciones—, opta por lo más sencillo, que es lo más caro para los contribuyentes: impedir materialmente el aparcamiento. Los bolardos, pues, retratan muy bien a esta sociedad: quien tiene la autoridad no se atreve a ejercerla por miedo a que se le subleven, como niños malcriados, quienes deberían obedecerla. Y así nos va.
—¿Cómo nos va, don Juan?
Pero don Juan ya está en otras cosas. Hemos llegado al pradillo de San Blas. Es noche cerrada; las farolas tienen una orla de neblina; la estrella subraya, como en una función escolar, que es Navidad; las pizarras del suelo, mojadas y resbaladizas, evocan los ojos de Platero —eso lo dice don Juan, claro, que me recuerda hoy el centésimo trigésimo tercer aniversario del nacimiento de JRJ, y ya me recordó el otro día el centenario del libro, un tanto cursi creo yo, pero que a él, que tiene endiosado al autor, le parece obra maestra—.
Y, de pronto, don Juan lo ve. Yo lo estaba temiendo desde que salimos del Corregidor, pero ¿qué podía hacer para evitarlo?: he intentado darle conversación y no me ha hecho caso. Sí; lo que ve don Juan es lo que llevan viendo todos ustedes desde hace meses: la imagen minúscula —pero a don Juan de estas cosas no se le escapa ni una—, de piedra artificial o cualquier otro material vil, que han puesto en la hornacina de la portada de la iglesia. A mí tampoco me gusta, pero a don Juan le indigna: le parece una irreverencia, casi un sacrilegio. Y empieza una larga perorata sobre el horror vacui y el mal gusto popular de nuestro tiempo, que es consecuencia —dice— de un sistema educativo deleznable; y, hollando angostas veredas, abomina de lo kitsch y de las tiendas de los chinos —¿qué culpa tendrán, Dios mío?—; me recuerda lo que pasó con las hornacinas del teatro y la de San Bartolomé; y los sillones de peluquería que había en el Corregidor; y la "limpieza" de las columnas de la plaza; y no sé cuantas cosas más hasta terminar, otra vez, con un "Así nos va" desesperanzado. Incluso, mientras subimos las escaleras de la iglesia, también mienta a los Fúcares y los tilda de mezquinos. Yo no digo nada para no empeorarla.
En la puerta nos recibe, amabilísimo, uno de los belenistas. A don Juan se le disipa el mal humor. Observa el belén atentamente; aprueba muchas cosas —¡elQuijote!—; sonríe comprensivo ante los anacronismos; de vez en cuando desvía la vista al cielo: la bóveda de san Blas siempre le ha intrigado por su división tripartita tan desequilibrada, pero tan bien resuelta técnicamente; y, al cabo de un buen rato, salimos de la iglesia felicitando a los autores del montaje.
—Mientras haya gente que ponga su tiempo y su talento, sean los que sean, desinteresadamente a disposición de los demás, habrá esperanza —murmura don Juan— y esto tendrá remedio.
Y camina optimista por la calle de San Agustín. Yo también.


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